LUCA BRANDWOLF
Ya era la hora. La barrera había caído. Medianoche. Los perros dormían, los guardias hacían su rutinario cambio. Mis hombres estaban listos. Nos adentramos en el bosque, buscando esa maldita aldea. Dos horas caminando entre árboles hasta que divisamos la entrada. Entramos justo cuando los relevos salían a tomar posiciones. No les dimos tiempo a alertar a nadie. Mis hombres se abalanzaron sobre ellos. Valentín y yo entramos en la mansión del Alfa sin rodeos, subiendo directamente a las habitaciones. Derribamos la puerta.
Allí estaba ella. Mi pequeña Adalyne, dormida en brazos de ese pulgoso. La decepción y la rabia me quemaron por dentro. Saqué mi daga de mercurio, la única capaz de matar a un lobo, y la hundí en su pecho. Adalyne despertó con los gritos del perro. Su mirada se cruzó con la mía. Fría. Sus ojos ya no eran azules. Eran rojos. Algo le habían hecho. Esa no era mi Adalyne. Lloró desconsoladamente al ver el cuerpo inerte del lobo a su lado. Un punzante celo me