—Samuel, ya tomé mi decisión —dije frente al espejo, observando mi reflejo pálido y demacrado. Me di cuenta de que tomar una de las decisiones más importantes de mi vida no había sido tan difícil como pensaba.

—Alejandra... ¿aceptarías casarte conmigo? —su voz resonó profunda desde el otro lado del teléfono.

Sentí un nudo en la garganta y, mientras las lágrimas caían, asentí suavemente: —Sí, acepto.

—¿Sabes algo, Alejandra? Esperaba este momento desde la universidad.

Sin darme cuenta, una tenue sonrisa se había dibujado en mi rostro reflejado en el espejo.

—Dame dos semanas para resolver todo por acá.

—Claro, Alejandra. Te esperaré el tiempo que sea necesario.

Apenas colgué, la puerta de mi habitación se abrió bruscamente.

—Alejandra... —mi padre carraspeó incómodo—. Tu hermana no se siente bien, y como tu cuarto da hacia el sol... ¿qué te parece si intercambian por unos días?

Me quedé en silencio, observando a mi madrastra y a mi hermanastra Camila Barrios detrás de él.

—Mariano, no hay que molestar a Alejandra —se apresuró a decir mi madrastra.

—Sí, papá —agregó Camila con aire victimizado—, estoy bien, no quiero incomodar a Alejandra.

—¿Qué molestia ni que nada? También eres mi hija —sentenció mi padre antes de mirarme con severidad—. Alejandra, como hermana mayor debes ser más considerada.

Me quedé contemplando a mi padre, sorprendida de no sentir la tristeza ni las ganas de llorar que esperaba al ver cómo prefería a una hija sin lazos de sangre por encima de mí. En cambio, les sonreí y asentí.

—Claro, pueden quedarse con mi cuarto.

Total, en dos semanas me iría de ahí para siempre. Ya no importaba en qué habitación dormir.