—Buenos días, Eduardo —dije mirándole con mis entrecerrados y ojerosos ojos— Odio los putos lunes.
—Eh, levanta ese ánimo, al menos esta mañana le has ganado. —repuso con una sonrisa.
Él se refería, sin lugar a dudas, a esas horribles mañanas en que Markus aparecía a las cinco y había que acompañarlo hasta arriba porque se negaba a llevar su tarjeta de identificación. Acto seguido se paseaba por su despacho telefoneándonos a Eliza y a mí hasta que una u otra conseguía despertarse, vestirse y personarse en la oficina como si se tratara de una emergencia nacional.
—Oye, y no lo olvides, ¡16 de julio! —exclamó.
—Lo sé, 16 de julio… —dije. Ése era el día de nuestro cumpleaños.
No recuerdo cómo o por qué Eduardo había descubierto la fecha de mi cumpleaños, pero le encantaba que coincidiera con el suyo. Y por alguna razón inexplicable, se convirtió en una parte de nuestro ritual matutino. Me lo recordaba cada puñetero día.
En el lado del edificio que correspondía a Glitz, había ocho a