El mayordomo Eduardo, quien había ya gestionado juicioso todos los menesteres de la villa del ahora difunto duque durante muchos años, era un hombre experimentado y muy hábil para interpretar las intenciones ajenas. Tras un breve momento de reflexión, dijo:
—Señorita, al menos podemos estar seguros de algo: Su Majestad no parece querer realmente que usted entre al palacio. De lo contrario, ya habría emitido un decreto para nombrarla concubina, ¿Cómo podría sumercé pues rehusarse?
—Lo sé, pero me ha dado un plazo de tres meses, como queriendo forzarme a que me case —dijo Isabelita, algo resignada. —¿Qué le importa que yo siga soltera? He leído varias veces el decreto con el que se otorgó el título póstumo a mi padre. Nada más es relevante, salvo que, si me caso, mi esposo podrá heredar el título. ¿Será que desea que alguien herede el título de mi padre?
—Recuerdo que en el decreto también se mencionaba la posibilidad de elegir a un sobrino adecuado de la familia para prepararlo como fu