Risa se despidió con un breve abrazo de cada una de las mujeres, incluso de la sanadora, que intentó retroceder protestando. Las humanas trataron de volver a hacerme una reverencia, pero las detuve con un gesto y una sonrisa que, aunque fugaz, las hizo enrojecer.
Bardo bajó del alero a posarse en el hombro de Risa tan pronto la ayudé a montar su yegua. Mientras nos dirigíamos al paso a la arcada que marcaba la entrada a Iria, para tomar el camino de regreso al castillo bajo las primeras estrellas, me daba cuenta que mi pequeña estaba alegre y animada después de pasar la tarde con ellas. Estas mujeres habían llegado a apreciarla y confiar en ella sinceramente, y aunque sonara increíble, habían sido los primeros humanos en tratarla bien desde que su apariencia comenzara a cambiar hasta verse como un blanco, cuando tenía cinco o seis años. Con la sola excepción de la anciana sanadora, que en ese momento la había adoptado por iniciativa propia, criándola como si fuera su hija.