Isabella
El resto del día lo pasé con esa presión incómoda en el pecho, como si Catalina hubiera dejado un rastro invisible que no podía quitarme de encima. No me atrevía a mirar mucho a mi alrededor, pero sabía que Alejandro lo hacía por mí.
Cuando llegué a casa, mamá estaba más silenciosa de lo habitual, pero sus miradas eran cuchillos. Papá, en cambio, no se contuvo. Me llamó a la sala con voz seca.
—Isabella… —comenzó, con ese tono que siempre usaba cuando no había escapatoria—. ¿Quién es Alejandro?
Sentí que el corazón me golpeaba las costillas. Catalina… tenía que ser ella. No había otra forma en que ellos supieran.
—Es… un amigo —mentí, torpemente.
Papá apretó los labios. Mamá me observaba como si estuviera a punto de confesar un crimen.
—No mientas. Sabemos que es un hombre mayor. Sabemos que te ves con él a escondidas —continuó él—. Y no vamos a permitirlo.
Quise gritar, defenderlo, decir que no entendían, que Alejandro no era como ellos pensaban. Pero las palabras se quedaro