Sonó el timbre en mitad de la noche. Sebastián sacudió la ceniza del cigarrillo. Al quinto timbrazo, se levantó a abrir.
Abrió la puerta, a punto de estallar, pero al ver quién era, su expresión cambió.
—¿Tú?
Regina sostenía un paraguas que goteaba, formando un charco a sus pies. Tenía los pantalones empapados y pegados a las piernas, y sentía el agua dentro de los zapatos.
—Pasa.
Dejó el paraguas afuera.
Una vez que ella entró, Sebastián cerró la puerta sin mirarla. Apagó el cigarrillo que tenía en la mano, lo tiró a la basura y se fue a su cuarto.
Se quedó parada, destrozada por la culpa.
Al poco rato, salió y le entregó una secadora de pelo.
—Gracias.
La tomó.
Sebastián encendió la calefacción de la sala. Dejó el control remoto a un lado y notó que ella seguía de pie en el mismo lugar.
—Siéntate.
Regina asintió, se sentó en el sofá y encendió la secadora.
El aire tibio le acarició los tobillos y, poco a poco, el calor comenzó a extenderse por su cuerpo.
Luego, le llevó un par de pa