Pero reprimió con rapidez aquella emoción y se dio la vuelta para continuar su camino. Sebastián se puso la gorra y el cubrebocas, se ajustó la gorra y la siguió.
Caminaron sin rumbo por el centro comercial, en silencio. Aquel hombre que por mensajes parecía un parlanchín incansable, ahora la seguía a corta distancia, sumido en una calma inusual.
Regina avanzaba con el globo en la mano, sin atreverse a hablar. El silencio entre ellos magnificaba su propia incomodidad. Después de un rato, se detuvo y se volteó para preguntarle:
—¿Quieres ir a comer algo?
La miró sin apartar la vista con sus ojos oscuros y brillantes, y asintió.
—Claro.
Le sostuvo la mirada, sintiendo la intensidad de su afecto. Al pensar en que podría gustarle, se puso nerviosa y apartó la vista. Sacó el celular con la intención de buscar en una aplicación algún buen restaurante cercano.
—Conozco un bistró muy bueno por aquí cerca —dijo él entonces—. ¿Quieres ir?
—Sí, perfecto.
Guardó el celular.
Pidieron un salón priv