CAPÍTULO 3

Capítulo 3

Se quedó dormido a mi lado, tranquilo, despues de una noche de pasión.

La luz que entraba por la ventana me permitió verlo mejor. Tenía el cuerpo marcado, fuerte, y un rostro tan atractivo que por un segundo me olvidé de todo.

Me incliné con cuidado y le di un beso suave en los labios. Solo uno, como una forma silenciosa de cerrar lo que acababa de pasar.

Me vestí deprisa, aún con los latidos acelerados. Al mirar la cama, noté la mancha en la sábana, la prueba de mi virginidad perdida.

Uno de los escoltas de aquella mujer me esperaba afuera. No dijo nada, solo me tomó del brazo y me llevó por el pasillo sin darme tiempo de nada.

Desde otra puerta salió ella, la “otra” 

Isabela, su esposa, la que ocuparía mi lugar en esa cama, fingiendo que fue su cuerpo el que él tocó, no el mío.

No quise mirar atrás.

Me subieron a una camioneta oscura. En el asiento de al lado, un maletín cerrado, con los dolares pactados.

—Esto no pasó. A partir de hoy, lo olvidas. ¿Entendido? —dijo la mujer, sin mirarme.

Asentí. 

Me dejaron a unas cuadras de casa, caminé sola, sintiendo que el aire entraba con dificultad a mis pulmones.

Al llegar, me metí directo a la ducha, dejé que el agua cayera, intentando borrar la sensación de su piel, de sus manos, de su voz, pero no podía y lo peor… es que no quería.

Odiaba admitirlo, pero no podía mentirme, me gustó.

Me gustó su forma de tocarme, de besarme, de hablarme.

Me sentí suya por completo. Y eso me dolía más que cualquier otra cosa, porque no volvería a verlo.

Los días siguientes fueron un contraste brutal a mis días pasados.

Con el dinero pude pagar los medicamentos de mamá, comprar un departamento pequeño y comenzar a estudiar enfermería.

Mi amiga y yo abrimos un restaurante sencillo, y por fin sentí que todo me salía bien.

Podía estudiar, trabajar y cuidar de mamá, no era fácil, pero me alcanzaba.

Pero él seguía en mi cabeza, Santiago Mondragón.

Miraba sus fotos en redes, entrevistas, todo lo que salía de él, Un hombre inalcanzable, Poderoso, el solo era una ilusión.

Y aun así, no podía olvidar esa noche,

Sus manos, su voz, su delicadeza.

Siempre creí que mi primera vez dolería… pero él fue tan atento que solo sentí deseo.

Semanas después, empecé a sentirme rara. Mareos, náuseas, y un retraso que ya no podía ignorar. Compré una prueba de embarazo con el corazón en la garganta.

Positivo.

Mi mundo se detuvo, supe de inmediato que era de él, Lloré, me asusté y dudé.

Pero decidí ser madre.

No era el plan, ni la forma… pero ese bebé era mío y yo lo iba a tener.

El embarazo fue tranquilo. Sin complicaciones, Y el día que vi a mi pequeño Ethan por primera vez, supe que todo valía la pena.

Pero algo no estaba bien.

Apenas nació, los médicos se lo llevaron para hacerle exámenes, venían y salían en grupo, sin decir mucho, yo los miraba con ansiedad mientras mamá me sostenía la mano.

—¿Le pasa algo a mi bebé? —pregunté al borde del llanto.

Uno de los médicos, el más viejo, hizo que los demás salieran de la habitación. Se acercó a mí con calma, pero su expresión era seria.

—Tu hijo está bien —dijo—, pero tiene un tipo de sangre extremadamente raro. Lo llamamos RH nulo. También conocida como sangre dorada. Muy pocas personas en el mundo la tienen. Supongo que lo heredó de su padre, ¿es así?

Tragué saliva y asentí con la cabeza.

—Él no está con nosotros. Soy madre soltera —dije, con un hilo de voz.

El médico suspiró.

—El niño está sano, no te preocupes, Pero si en algún momento necesitara una transfusión o un tratamiento médico urgente… solo alguien con su misma sangre podría ayudarlo. Y lo más probable es que el padre sea la única opción.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo, ahora sabía que Santiago era parte de Ethan… de una forma que iba mucho más allá de una simple noche.

Fui a buscarla como cualquier madre lo haría por su hijo.

La oficina seguía donde la recordaba, se sentía igual de fría y oscura.

Cuando me vio entrar, palideció, no intentó disimular su incomodidad, Solo me pidió que la acompañara a su despacho.

—Te dije que debías desaparecer —dijo, frunciendo el ceño con dureza.

Tragué saliva, manteniendo la mirada baja.

—Necesito hablar con él. —Mi voz tembló un poco, pero no me retracté—. Tuve un hijo con Santiago Mondragón, Tiene un RH muy raro… y puede que necesite a su padre.

Quise guardar silencio, lo intenté, no quería que pensara que estaba detrás de dinero, ni de nada.

Pero la salud de mi hijo… eso no podía callarlo.

Ella me observó en silencio. Luego suspiró.

—También soy madre. Y haríamos cualquier cosa por nuestros hijos. —Se acercó un poco más—. Hablaré con la mujer que nos contrató.

Me tendió la mano, eso me dió tranquilidad, una ingenua tranquilidad.

Esa misma noche, entendí mi error.

Algo estaba mal. El olor a humo me despertó. Tosí, me levanté sobresaltada y, al mirar por la ventana, vi el fuego.

La casa ardía, hombres vestidos de negro huían por el callejón.

Grité.

Agarré a Ethan, que lloraba desconsolado, y salí corriendo a buscar a mamá y a mi amiga. Las llamé con desesperación. Le pedí ayuda a mi amiga Luisa para sacar a mi madre, Ella asintió sin pensar.

Caminé por el piso caliente, descalza, con los pies ardiendo, pero no paré, 

Logré poner a Ethan en brazos de un vecino.

—Cuídalo —le rogué—. ¡Por favor!

Volví corriendo, no me importó el fuego, ni el dolor, solo quería sacarlas.

Pero la casa colapsó justo cuando iba a entrar.

Un crujido seco, un derrumbe. Y luego, el grito, salió de mi garganta como si me arrancaran el alma.

Mi madre y Luisa murieron aplastadas por las llamas.

Y yo… me quedé de pie, cubierta de ceniza, temblando de miedo.

En el hospital no dejaban de hacer preguntas respondí lo justo entre lágrimas.

—¿Quiénes estaban en la casa? —preguntó un oficial.

—Mi amiga… y su mamá. Yo me llamo Luisa. Murieron mi amiga Amelia y su madre —mentí, sin titubear.

Sabía que me buscaban, sabía que querían silenciarme, por eso tome la identidad de mi amiga.

Me encerré en un motel viejo, escondida del mundo, abrazando a Ethan como si fuera lo único que me quedaba.

No fui al funeral, pero pagué todo,

Desde lejos y en silencio las despedi, llore días enteros.

Cuando por fin tuve fuerzas, revisé el periódico. En los obituarios aparecía la foto de Margaret, la mujer que me había contratado, estaba muerta.

Decidí ir al funeral, no había nadie, excepto los escoltas de siempre… y un joven. Tenía más o menos mi edad. Traje oscuro, gafas de sol, me acerqué, con cuidado.

Uno de los hombres me señaló de inmediato.

—Ella es la mujer.

Él se quitó los lentes y me miró con frialdad. Su rostro estaba endurecido por el duelo.

—¿Qué quieres? —me preguntó sin rodeos—. Por ayudarte, mi madre terminó en ese ataúd.

Me tomó del brazo, fuerte, quise soltarme, pero no lo logré.

—Quiero justicia —le dije—. Mi madre y mi amiga murieron por esto. Tu madre también, alguien tiene que pagar.

Me soltó, sorprendido. Me miró por un largo momento. Después, levantó la mano y me rozó la mejilla.

Me aparté.

—¿Qué necesitas? —preguntó en voz baja—. Porque acabas de sellar un trato conmigo.

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