CAPÍTULO 2

Capítulo 2

Negué con fuerza, el corazón me daba golpes en el pecho mientras me levantaba de la mesa de un salto.

—¡Por supuesto que no! ¿Qué clase de mujer cree que soy?

La voz me salió quebrada por los nervios, Todo me asfixiaba: la garganta, el pecho, el aire en esa oficina que olía a perfume caro, Necesitaba salir de ahí. Ya.

—Espero que seas inteligente —dijo ella con calma—. Con cien mil dólares puedes solucionar tu vida.

Cien mil dólares, esa cifra aún se me hacía gigante.

Apreté el bolso contra el cuerpo y caminé directo hacia la puerta. Los dos tipos que la acompañaban apenas se movieron, esperando una orden.

—¡Déjenme salir! —grité, al borde de un colapso.

Ella alzó la mano como ahuyentado una mosca.

—Déjenla, si eres lista, y lo pareces, volverás mañana.

No respondí. 

Salí con la cabeza baja, sintiéndome más pequeña que nunca. Crucé la calle sin mirar, huí sin rumbo hasta caer en el banco de un parque. Y ahí, por fin, llore.

Lloré con rabia, con esa impotencia que te desgarra porque sabes que no tienes opciones. No lloraba solo por la propuesta, lloraba porque jugaban con mi necesidad. Porque sabía que tenía a alguien a quien salvar.

Y lo peor… lo peor es que parte de mí lo estaba considerando hacerlo.

Dios.

¿Qué me estaba pasando?

Volví a casa cuando ya el sol se había escondido. Mamá estaba en la cocina, moviendo algo en una olla casi vacía.

Al verme, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Perdón… tú deberías estar en la universidad, cumpliendo tus sueños. No aquí… cuidando de una enferma. No lo mereces.

Me acerqué a abrazarla, a darle ánimos de dónde yo ya no los tenía.

—No digas eso. No es tu culpa, ¿sí? Nada de esto lo es.

La ayudé a acostarse. La arropé como cuando era niña y me quedaba dormida en su cama. Cuando al fin se durmió, bajé sola al comedor y enfrenté la realidad que siempre me esperaba con las luces apagadas.

Facturas.

Deudas.

Un mundo de números que no sabía cómo frenar.

No teníamos comida, no tenía cómo pagar el alquiler, ni la luz, ni el agua. Estábamos al borde de bancarrota. Y yo… yo solo tenía veinte años con muchas responsabilidades.

Lloré ahí mismo, con la cabeza sobre la mesa, hasta que me venció el sueño.

Al amanecer, subí con los ojos hinchados, Abrí el cajón del baño buscando el frasco del medicamento de mamá, Diez pastillas, nada más.

No me alcanzaba ni para mantenerla viva.

Así que mentí, era momento de enfrentar mi realidad y aceptar mi única oportunidad.

—Me salió un trabajo de modelo este fin de semana. Pagan bien… y voy a tomarlo.

La abracé fuerte, sintiéndome una traidora, le falle a sus enseñanzas, 

le pedí perdón en silencio.

Preparé una pequeña maleta. Le pedí a mi amiga que cuidara de mamá. Ella me abrazó sin decir mucho, pero sus ojos lo gritaban todo.

"Estoy aquí".

"Va a estar bien".

Me repetí lo mismo mientras caminaba de nuevo hacia esas oficinas grises, arrastrándo en cada paso, dudé, más de una vez, Pero también sabía que ya había tomado una decisión.

La mujer me recibió con esa sonrisa suya, fría.

—Sabía que volverías, tenemos poco tiempo.

Me llevó hasta una sala llena de mujeres que se movían rápido entre maquillaje, peinados y vestidos. Una rutina profesional. 

Me probaron una pieza de lencería blanca, con un ligero a media pierna.

—¿Y si me reconoce? —pregunté bajito, más por miedo que por lógica.

Ella ni parpadeó.

—No lo hará. La novia tiene instrucciones claras. Él llegará ebrio, las luces estarán apagadas, y tú… tú solo tienes que usar la cabeza.

Al día siguiente, me arreglaron muy temprano, me subieron a una camioneta y me llevaron a la suite de un lujoso hotel, abrí mis ojos maravillada en el paisaje que nunca en mi vida hubiera conocido de no ser por esta oportunidad.

—Tienes que esperar al novio en la cama, espera que se quede dormido y sales, afuera te espera una camioneta, el chófer te dará el dinero ¿Entendido?

Asentí 

—¿Y... Protección? —titubee

—Se supone que eres su esposa, no debes usar, después tomate una pastilla o algo.

Me quedé sola en la suite, nerviosa y confundida, contando las horas, mientras temblaba tímida sentada.

Me tumbé en la cama, intentando calmarme, cerré los ojos por un momento, dejándome envolver por el aroma de las sábanas limpias y la comodidad del colchón.

Entonces lo escuché.

La puerta, se abría despacio y él entraba.

Apagué las luces, como me habían indicado, la oscuridad solo me permitió ver su sombra.

Sus pasos eran pesados, tropezaba con todo, Me tensé. Todo dentro de mí era un nudo de nervios, me quedé acostada en la cama.

Él se acercó a la cama y, sin decir una palabra, tomó una rosa de la mesita. La pasó por mi piel, La flor se deslizó por mi cuello, bajó hasta el escote, y sentí cómo mi cuerpo respondía sin que pudiera evitarlo.

Me ericé, tragué saliva.

—No sabes cuánto he esperado esto, Isabela —susurró, con su voz ronca, cerca de mi oido

Su boca bajó a mi abdomen, dejando besos lentos que me arrancaba el aire, Cada caricia me hacía olvidar el lugar, el acuerdo, la oscuridad. 

Cuando quiso encender la luz, le tomé la mano.

—Así… por favor —dije apenas, con un hilo de voz.

Él se detuvo, Sonrió.

—Tranquila, preciosa. Te voy a cuidar. Solo relájate… déjame llevarte —murmuró cerca de mi oído—. Esta noche serás mía… y lo vas a disfrutar.

Me besó de nuevo, despacio y suave, Su mano bajó por mi muslo y me quitó la liga con una ternura.

Sus dedos me acariciaron primero en mi cavidad, Lentos y calidos, Explorandome, un pequeño gemido salió de mi boca.

Yo quería devolverle algo, Sentirme parte de lo que estábamos creando.

Llevé mi mano hasta su cintura, la deslicé con cuidado dentro del pantalón. Lo toqué. Estaba duro, el soltó un gemido ronco y apoyó su frente en mi clavícula.

—Dios… no sabes lo que me haces sentir —susurró.

Lo acaricié con torpeza al principio, siguiendo la forma de su cuerpo, apretando apenas. Él cerró los ojos, entregándose a mis movimientos.

—Si sigues así… —dijo con una sonrisa ladina — no voy a poder aguantar.

Entonces se detuvo.

Me miró, Su mano acarició mi mejilla.

—Isabela… sabes que deseo ser el primero ¿Verdad?

—Si —no era ella, pero empecé a desearlo.

Hubo un silencio, el suspiro.

—Entonces, lo haremos bien. No hay prisa —dijo con una dulzura que me calmo —. Quiero que lo recuerdes… no con miedo, sino con deseo.

Se colocó sobre mí, besando cada parte de mi cuerpo con devoción.

Me acarició hasta hacerme temblar, hasta que el miedo se disolvió entre los jadeos. Me preparó, despacio, con paciencia, con ternura.

Y entonces me preguntó:

—¿Estás lista?

Asentí, aún sin palabras.

—Sí…

Me sostuvo con firmeza, alineándose con mi cuerpo, y entró en mí con lentitud. Sentí cómo me llenaba, cómo me abría poco a poco, y cómo el dolor leve se mezclaba con una intensidad que no había sentido nunca. Me aferré a sus brazos. Cerré los ojos. Respiré hondo.

—Mírame —susurró él—. Estoy aquí. Te tengo.

Se quedó quieto unos segundos dentro de mí, dejándome adaptarme, su frente contra la mía, su aliento acariciándome.

Después empezó a moverse.

Despacito.

Como si cada embestida fuera dulce.

El dolor se volvió calor. El calor, placer. Y el placer… pasión.

Sus movimientos se hicieron más firmes, más profundos. Y cuando se acercó al final, me susurró entre jadeos:

—Eres mía… toda tú… Y yo… soy tuyo.

Se estremeció contra mí, hundiéndose una última vez, gimio con la voz rota, entregándose por completo. Lo sentí venirse dentro de mí, temblando, respirando entrecortado, con el cuerpo rendido sobre el mío y yo lance un grito de

placer sintiendo el primer orgasmo de mi vida.

Fue muy diferente a lo que imaginé, pero si, lo disfruté aunque esa magia se rompió cuando dijo:

—Te amo Isabel 

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