Capítulo 4
Pasaron tres años.
Terminé mis estudios en enfermería mientras cuidaba de Ethan, que se había convertido en un niño dulce, curioso y completamente encantador.
Después de hablar con Matthew, el hijo de Margaret, decidimos esperar, necesitábamos estar preparados.
Isabel había salido del país junto a Santiago apenas unos días después del incendio. Estábamos seguros de que ella había planeado todo. Incluida la muerte de su madre, era la única que salía beneficiada, no solo por engañarlo, si no por ocultar lo que había pasado.
Quise seguir con mi vida, lo intenté, pero el odio se quedó conmigo, como si fuera un tatuaje sobre lo piel imposible de borrar.
Esa mujer, por encubrir sus crímenes, destruyó todo lo que amaba. Como si nada ni nadie más importara.
Me mudé a un pueblo alejado de la ciudad. Matthew me ayudó a conseguir una identidad nueva, un nombre nuevo, usando la identificación de mi amiga fallecida.
Nos unimos más de lo que esperábamos, Ethan lo adoraba, lo veía como un tío, casi como un padre.
Matthew me confesó que sentía algo por mí. Pero yo siempre fui clara: la venganza venía primero.
Una tarde, al volver a casa, lo encontré en la entrada, apoyado contra la pared, fumando un cigarro que apagó al verme.
Ethan corrió a sus brazos y lo abrazó fuerte, riendo.
Jugaron un rato mientras yo preparaba algo de comer. Luego, le pedí a Ethan que fuera a su cuarto.
—Regresaron —me dijo Matthew, con tono serio—. Llegaron ayer, es hora.
Mi cuerpo se tensó.
Había esperado ese momento por tanto tiempo que ya no sabía si el corazón me latía por emoción o por rabia.
—¿Qué vamos a hacer? Sabes que estoy dispuesta a todo —le dije, tomando su mano.
—Te necesito adentro. Es la única forma, van a contratar una enfermera, No les importa si tiene hijos, ofrecen comodidades, pero deben seleccionarte.
Era un plan perfecto, estar dentro de esa casa me daría acceso total, pero me preocupaba tener a Ethan tan cerca de su padre.
Pensé en dejarlo fuera de esto, pero Matthew insistió: mostrar una imagen maternal, tranquila, servicial, sería justo lo que necesitaban ver.
—¿Cómo voy a entrar? Estoy segura de que harán una investigación a fondo.
—Alguien te ayudará desde dentro. Se llama Rubén. Es el jefe de escoltas y es nuestro aliado.
Me dio instrucciones claras, pronto me reuniría con Isabel.
Solo escuchar su nombre me hizo estremecer, verla cara a cara después de todo lo que pasó, no sabía cómo iba a reaccionar.
Teñí mi cabello de negro, no quería parecerme a ella, no quería que nadie me reconociera, Aunque, para Santiago, yo nunca existí.
Aún no sabíamos a quién cuidaría, pero sospechábamos que se trataba del patriarca de los Mondragón: don Fernando, el abuelo de Santiago, un empresario poderoso que, según los rumores, llevaba años en estado catatónico tras la muerte de su hijo.
Me levanté temprano, dejé a Ethan en la guardería y fui directo a la mansión. Rubén me esperaba en la entrada.
—Espero que seas lista, niña. Mi ayuda termina aquí. Estás sola desde el momento en que cruces esa puerta —me dijo con voz firme.
Asentí, saludándolo con respeto.
En la sala, me presentó con Isabel.
—Señora, ella es mi sobrina. Puede confiar en ella.
Isabel se mostró encantadora. Me abrazó con efusividad, sonrió y acarició mi mejilla como si realmente estuviera feliz de verme.
—Gracias a Dios que llegaste. Ven, vamos al estudio y te explico la oferta.
No era la imagen que esperaba, no la típica niña rica que te mira por encima del hombro.
Era extrovertida, cálida, sonriente.
¿Era esa su verdadera cara?
—El trabajo es interno —explicó, cruzando la pierna mientras me ofrecía un refresco—. Debes cuidar de dos pacientes con movilidad reducida. Sé que es pesado, pero eres la única persona en la que podemos confiar por ser sobrina de Rubén.
Asentí, midiendo cada palabra, entonces me atreví a hablar.
—No sé si mi tío le mencionó… tengo un hijo de tres años.
—¡Que venga contigo! Me encantan los niños. Ya preparé el cuarto para los dos. Además, el sueldo es muy generoso, ¿no crees?
No lo pensé más. Le di la mano para sellar el trato.
—¿Y quiénes son los pacientes? —pregunté, dispuesta a conocerlos.
En ese momento, se abrió la puerta. Una mujer elegante, mayor, me miró de arriba abajo con desaprobación.
—¿Esta es la enfermera? Se ve demasiado joven. No deberías traer tentaciones a esta casa —le dijo a Isabel con un tono frío.
—Mamá —respondió Isabel, sin perder la sonrisa—, soy la señora de los Mondragón. Es mi decisión.
Me tomó del brazo y me alejó del estudio disculpándose con discreción.
—No se preocupe. Imagino que su madre por su enfermedad —intenté justificarla.
—¿Mi madre? No, élla está perfectamente.
La miré confundida.
—¿Entonces a quién debo cuidar?
—Mi abuelo. Bueno, el abuelo de mi esposo. Está en estado catatónico desde que su hijo murió.
—¿Y el segundo paciente? —No terminé la frase.
Un estruendo fuerte interrumpió la conversación, una cristal roto, que sonó fuerte en el suelo.
Isabel palideció.
—¿Qué pasa contigo? —dijo mientras daba un salto asustada.
Entonces lo vi.
Santiago.
Entró furioso al salon, en una silla de ruedas y tiro una copa de vidrio de su mano al suelo.
Se acercó a Isabel con el rostro descompuesto por la rabia y la agarro del brazo
—No quiero a esta mujer aquí. No necesito niñeras —dijo furioso.
Y por primera vez en tres años, volví a estar frente al hombre que cambió mi vida para siempre, al padre de mi hijo, al hombre dulce que me quitó la virginidad pero ¿Que había pasado con el?