Capítulo IX

                                    IX

La oscuridad devoró todo a su paso. Los cielos se adornaron por nubarrones que en cualquier momento podían dejar caer, de nuevo, un balde de agua sobre el pueblo al igual que en la tarde. Y debido a este maldito y jodido clima, era poco probable que los coyotes se acercaran. Pero importándole una mierda esta posibilidad, preparó el rifle y se sentó bajo el abrigo que la noche ofrecía. Sin ninguna lámpara de petróleo, solo el fulgor amarillento del cigarrillo podía delatarlo, por fortuna, los coyotes no eran tan listos. Y cuando se acercaran les reventaría la cabeza de un plomazo. Casi podía saborearse ese morboso momento, pues esos putos coyotes pedían a aullidos sordos ser desollados vivos.

Julio salió a los pocos minutos para hacerle compañía. No se veía enojado, así que empezó a creer que su hijo podía ser el único de los dos que disfrutaría de esa noche.

Dio un largo trago al poco tequila que tenía.

Ese bastardo de Héctor salió a la ciudad, y para su jodida mala suerte no se dio cuenta hasta que Julio le avisó. Por lo que no tenía más alcohol que aquel que le acompañaba en su mano izquierda. Pensó que este lo mantendría despierto algunas horas más, dos o tres a lo mucho.

Esperó. No supo para qué con exactitud, quizás a que llegara un coyote o a ponerse ebrio. Lo que sucediera primero sería bien recibido.

Héctor se largó, y el mierdero defensor de los jodidos coyotes del comisario se fue con él. Lo cual era reconfortante no solo para Pedro, sino para el pueblo entero. Todos resultaban beneficiados. Héctor iba a surtirse hasta el culo de comida, cigarros y alcohol, el comisario salía de paseo gratis, y su puta esposa recibiría un gran pedazo de verga por la noche, la cual podría meterse por la boca o en su hedionda vagina, eso le tenía sin cuidado. ¿Y los coyotes? Oh, pues déjenme decirles que este asunto era el que en realidad le importaba. Al fin les daría caza tal y como debía ser, y sin nadie que reclamara en toda la noche por los constantes disparos, o por los cuerpos de esas plagas que terminarían descomponiéndose en el arroyo. Un final que se venía saboreando desde un tiempo atrás.

Estuvo tan atascado en sus propios pensamientos que no se dio cuenta de que algo faltaba, en realidad no era gran cosa, pero sentía que no estaba jodiendo lo suficiente. ¡Ah, claro, su inservible esposa! ¿Dónde estaba? Esperó que estuviera adentro lavando los jodidos platos o aseando la casa, incluso podía ponerse a preparar café o limpiar el frijol del año pasado. Podría hacer cualquier cosa. En menos de un par de minutos él pudo pensar en más de tres labores, por lo cual ella (siendo mujer) tenía la obligación de cubrir las expectativas de Pedro. Todo menos dormir, ya que si Pedro no dormía, ella tampoco. Y si por algún motivo la llegaba a encontrar en la cama, pues bien podía olvidarse de comer por un par de días, y no es que le fuera a prohibir la comida, pero sí le daría unas buenas patadas en la cara, las suficientes como para que no pudiera abrir la puta boca ni para tomar agua o silbar.

Era mujer, aunque no por eso idiota. Lo fue en un tiempo atrás, pero Pedro la instruyó bien (y aún lo hacía), tan bien que parecía uno de esos perros policía que atrapaban ladrones dentro de las ciudades. Aunque existía una diferencia un poco notoria, solo un poco, entre los bien amansados perros y su esposa, y eso era que ella podía cocinar (para el asco, pero al menos se esforzaba), hacer tortillas, café, limpiar la casa y realizar uno que otro trabajito ahí abajo luego de un largo día bajo el sol. Sí, en cierta parte era mejor tener una mujer en casa a uno de esos dóciles perros.

Pedro tenía bien en claro un tema, el cual ya había estudiado con detenimiento a lo largo de sus años de vida. Y esto era que a una mujer no se le podía dar demasiado ni mucho, solo un poco, apenas lo suficiente para que pudiera vivir y atender. Pero el secreto de esto no solo radicaba en las cosas que se debían dar, sino en las lecciones, y es que estas eran fundamentales para evitar que esa mujer se largara a buscar penes por otros lados, o que no le cruzara por la cabeza dejarlo. Así es, alimenta pero golpea un poco más fuerte, un buen dicho que lo ayudaba a tener un matrimonio un tanto estable, y no dudaba en absoluto que si su padre lo hubiera llevado a cabo, él habría sido el que llevara los jodidos pantalones en lugar de su madre. Vieja puta. En efecto, todas eran putas, incluso sus hermanas.

Creía con enojo y seguridad que su mujer sería la más puta de todas las putas si le diera una pequeñísima oportunidad, pero no lo haría, porque él no era ningún imbécil.

Un trago más, cada vez le iba quedando menos.

Julio se encontraba en estado alerta, y observaba con mirada atenta. No se veía o escuchaba ningún coyote cerca, pero su hijo observaba como si tuviera el rifle en sus manos y a su vez estuviera apuntando con mirada gélida a uno de esos perros pulgosos.

Ancló sus ojos en Julio mientras este no lo veía. Existió cierta duda al observarlo. Su hijo no era un marica, pero lo podría ser. Y esto sucedería si Pedro no lo evitaba. Pero creía estar haciendo las cosas bien frente a él, aunque, ¿quién le podría asegurar que por el simple hecho de creer estar haciéndolo bien, este no sería marica? Nadie. Ni siquiera Pedro podía estar seguro en su totalidad, de igual forma, esta inseguridad es la que lo motivaba a continuar instruyéndolo.

Existían bastantes razones para intentarlo y no dejar todo al aire, y es que con el simple hecho de recordar a su padre era suficiente. Ese sujeto parecía haber intercambiado sus bolas por la vagina de su esposa. Lo bueno es que no duró lo suficiente como para que humillara a Pedro frente a las personas del pueblo, pues falleció a causa de una terrible y extraña enfermedad cuando Pedro solo tenía dieciséis años, y la cual, a sus cortos cincuenta años, lo obligó a quedar en cama por tres meses. Según él, decía que le dolía todo el cuerpo, principalmente los huesos, y de esto se dio cuenta Pedro en una ocasión que intentó moverlo y su padre lanzó un alarido agudo. Prefirió dejarlo en la cama para que se cagara y meara a continuar escuchando esos jodidos gritos afeminados. Al final estos inconvenientes terminaron tan rápido como llegaron. Eso le agradó a Pedro, aunque él tuviera que trabajar para mantener a su madre y hermanas, las cuales eran tan inservibles como cualquier otra mujer.

Dio un trago más, y escupió un gargajo grande y viscoso que fue a parar tan lejos que la oscuridad lo devoró. Julio lo contempló con ojos de asombro y admiración, a Pedro le pareció un comportamiento extraño.

Sintió una relajación en sus muslos, brazos y cuello. El tequila se apoderaba de él, y eso le gustaba.

 —Toma —dijo, y le tendió el rifle.

Pudo diferenciar cómo un brillo, que parecía ausente, se adueñó de los ojos de su hijo y una pequeña sonrisa afeminada se dibujaba en sus labios.

—Gracias, papá —respondió de buena gana, agarrando el rifle con cuidado y con ambas manos, como si fuera un pequeño recién nacido…

(Como su hija).

—Déjate de pendejadas. Tu padre anda ebrio, así que quiero que abras bien los ojos. Si ves un coyote, solo apunta, relájate y dispara. Si fallas no existirá una segunda oportunidad, esos malditos bastardos corren como alma que lleva el diablo, y tu disparo se escuchará a varios kilómetros de aquí, por lo cual ahuyentará a los demás coyotes que estén cerca. —Hizo una pausa, carraspeó, escupió de nuevo y bebió. No fue un trago largo, pues era consciente de que le quedaba tan poco tequila que si tuviera una cuchara en sus manos preferiría tomarlo a pequeños sorbos—. Así que por lo que más quieras, no la vayas a cagar.

Su hijo ni siquiera lo miró, y es que ya le había dicho en muchas ocasiones cómo debía hacerlo. Pero a pesar de tanta teoría, los momentos para ponerlo en práctica eran escasos, así que no estaba mal recordarle de vez en cuando cómo se hacían las cosas cuando se tenía un rifle en las manos.

Escudriñó con los ojos bien abiertos, y a su vez se aferraba al rifle. A pesar de no haber nada, se mantuvo firme y con respiraciones lentas. Esperaba impaciente. Se lograba distinguir cierta felicidad a pesar de la noche, a pesar de su silencio. Pedro lo observaba de vez en cuando, y otras veces daba un ligero trago al tequila.

Encendió un cigarro.

La noche trajo consigo mucho silencio aparte de las nubes, de igual forma un ligero y fresco viento que estaba impregnado de un olor a tierra mojada. Era un clima bastante agradable.

Julio permaneció a la espera, parecía estar más interesado por la presencia de un coyote que su padre.

Quizá ya pasaban de las diez de la noche. El frío se volvió más severo, y el cielo crujía continuamente. Le llegó el olor de la comida caliente, y de pronto sintió un apetito tremendo.

—¿Quiere cenar? —se escuchó desde el interior de la casa. Era su esposa, quien abrió un poco la puerta y asomó la cabeza. Juana a veces hacía preguntas tan absurdas.

—Claro, ¿acaso crees que trago aire o qué, estúpida? —respondió enfurecido. Le cagaba cuando hacía ese tipo de cuestiones. A veces llegaba a creer que el cerebro de Juana era del tamaño de un grano de maíz, o aun más pequeño. Este se tambaleaba de un lado a otro dentro de su cabeza.

Su esposa desvió la mirada y metió la cabeza sin decir nada. La madera crujió al cerrarse la puerta.

A Pedro no le quedó otra opción más que tomarse lo poco que le quedaba del tequila, y al terminar, arrojó la botella al suelo con tanta fuerza que se quebró en cientos de pedazos. Los vidrios salieron disparados en todas direcciones. Julio se sobresaltó por unos momentos, luego continuó en espera.

—¡La comida, trae la jodida comida ya! —gritaba Pedro impaciente. Algo lo molestó, y fue esa jodida pregunta estúpida con la que Juana se acercó y manifestó. ¿Qué pensaba esa zorra? ¿Que estaban cazando coyotes para cenar o qué? Si era así, entonces existía razón suficiente para darle una buena paliza. Unos buenos puñetazos en la cara podrían servir para moverle un poco los sesos. Podría ser, ya que nunca bastaban. Al menos por un tiempo recapacitaba, pero las buenas cosas no suelen durar mucho, y Pedro era consciente de esto después de tantos años de conocerla.

Se levantó, olvidando su verdadero objetivo de lo que hacía afuera, y decidió entrar. Alguien tenía que enseñarle a esa zorrita reprimida quién mandaba en la casa, y qué preguntas y comportamientos no serían tolerados. A Pedro le gustaba enseñar, y, por lo visto, a Juana le encantaba “aprender”. Ahorita te quito esos deseos, zorrita.

Entró, azotando la puerta contra la pared. El muro de adobe resintió el impacto con una breve sacudida.

—Ven aquí, vieja estúpida —ordenó desde el umbral que separaba la absoluta e infinita oscuridad de los suaves resplandores que escupían las velas dentro de la casa.

Los ojos de Juana se humedecieron. No avanzó, aunque sí se atrevió a mirarlo sin separar la vista. No debería existir dolor alguno con el simple hecho de cruzar miradas, pero ahí estaba, y se mezclaba con una pizca de miedo.

—Está bien, si no quieres venir, yo iré, pero te costará —bufó, y casi al instante comenzó a caminar.

En sus ojos se pudo diferenciar cómo es que una nueva dosis de ira se inyectaba con cada paso que daba hacia ella. Se lamió los labios con la lengua. Pedro estaba enojado, y no recordaba la última vez que se sintió así (o quizá sí, solo que por su embriaguez no lo recordó), pero le gustaba.

Los pasos retumbaron en las paredes de adobe.

Apenas faltaban dos metros para llegar hasta su esposa cuando alzó el brazo izquierdo.

Se acercó un poco más.

Su puño fue y se hundió en el estómago de Juana. Esta lanzó un quejido y se inclinó hacia adelante, pero el dolor no terminó por doblegarla y tirarla (aún no). Permaneció de pie, y recibió otro golpe, en esta ocasión en el rostro. Pedro no era estúpido, y abrió la mano, ya que no le gustaba dejar moretones. Y no porque quisiera conservar la belleza de su esposa, sino más bien para que nadie del pueblo sospechara nada de lo que sucedía dentro de su puta casa.

El rostro quedó en el olvido, y de nuevo repitió la dosis; un par de ganchos al abdomen. Juana cayó al suelo sobre sus rodillas.

Pedro volvió a humedecer sus labios con la lengua. Tenía tanta hambre como ganas de seguir golpeándola, pero supo que si continuaba satisfaciendo su segundo deseo, nadie lo complacería con el primero. Lanzó una mirada airada a la zorra, y prefirió dar media vuelta para salir a cagar antes de comer.

—Quiero cenar, y no me hagas repetirlo —soltó, y salió de la casa.

Julio continuaba sentado con el rifle en sus manos.

Se alejó unos diez o veinte metros, los suficientes para que nadie lo viera mientras cagaba. Al terminar, entró de nuevo y la cena ya estaba servida. Sonrió y cenó en silencio, luego se fue a dormir sin decir más. Se encontraba tan ebrio que solo se recostó y esperó a que Juana se metiera en la cama para cogérsela.

Se olvidó de su hijo y de los malditos asuntos pendientes con los coyotes. Era aun más satisfactorio fluctuar en esas aguas hipnotizantes del alcohol.

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