La figura imponente de Andrés estaba ahora frente a ella, abotonándose la camisa, casi listo para marcharse. Victoria, en cambio, evitaba mirarlo; sus ojos recorrían todo el cuarto, menos a él. De pronto, su vista se posó en las sábanas que cubrían parte de la cama: allí estaba la evidencia de lo que habían hecho. Las manchas de sangre dejaban en claro que su virginidad era cosa del pasado, y Andrés había sido el responsable.
Se sintió una tonta por haberle entregado a él algo que, en su mente, había reservado para el hombre con quien se casaría o al menos amaría de verdad. Pero Andrés no era su novio, ni su esposo, y mucho menos el amor de su vida.
—Victoria, quiero pedirte disculpas... por lo que dije sobre que tenías un amante —dijo Andrés, con la mirada también fija en las sábanas manchadas.
—Quiero irme. Ya es muy tarde —respondió ella, con la voz apagada.
—Sí... ya debemos irnos.
—Dame un momento —pidió Victoria.
Ella recogió rápidamente las sábanas y las llevó al cuarto de lava