Capítulo 0002

Para Román Gibrand las órdenes eran claras: Si quería quedarse con la empresa, tenía que casarse y concebir un hijo. Su abuelo, el dueño de la mayoría de las refinerías del país, había sido franco en su testamento. Estaba preocupado por la felicidad de su nieto, creyendo que, al carecer de una familia, no podía ser del todo dichoso. 

Román lo consideraba descabellado e ilógico. Él no solo era amante de su soledad, sino que se caracterizaba por ser frío y a veces cruel. No quería desperdiciar su tiempo en una relación. Sospechaba que, dada su posición, toda mujer que se le acercara lo haría por interés y no pensaba desgastarse con amores falsos e hipócritas, pero la sentencia estaba declarada, el testamento era válido y, si no quería perderlo todo, tenía que acatarlo. 

Furioso, decidió ir al hospital en busca de su abuelo para hacerlo entrar en razón. Si algo lo caracterizaba desde niño era que odiaba que lo condicionaran. No le gustaba seguir órdenes ni siquiera por conveniencia, su orgullo no se lo permitía tan fácil.

—Román… No quiero oírte —dijo Benjamín al ver llegar a su nieto. 

—¡No puedes hacerme esto! —Estaba tan molesto que la gente se quitaba de su camino sin chistar. Parecía un tren dispuesto a arrollar a cualquiera a su paso. 

—¿Propiciar que encuentres el amor, te cases y tengas hijos? ¿En verdad es tan malo? —preguntó conteniendo su risa. Román podría ser un hombre de casi 40 años, pero ante los ojos de su abuelo seguía siendo ese pequeño caprichoso y orgulloso.

—No puedes obligarme —agregó Román entre dientes. Sus ojos negros ardían como carbones encendidos. 

—Entonces… perderás la empresa.

—Que así sea. Me rehúso a arruinar mi vida solo por un capricho de un hombre que cree que la muerte lo ronda —dijo furioso—. ¡¿Qué crees que ocurrirá cuando te vayas?! ¡¿Cómo voy a continuar mi vida con una mujer que no amo y un hijo que nunca quise?! No voy a echarme un problema encima solo por tus delirios de viejo —agregó sin pensar, motivado por su enojo. 

Cuando Román era niño había perdido a sus padres en un accidente. La única persona que se hizo cargo de él fue su abuelo que lo crió con cariño y paciencia. Se convirtió en su padre y su única familia, pues tanto tíos como primos eran ambiciosos e interesados. Aprendió a no confiar en nadie más que en su abuelo y en ese momento estaba consciente de que lo estaba hiriendo. 

—Tienes razón… A mi edad la muerte es lo único seguro.

—No hagas de esto un drama… —Le costaba pedir perdón y prefería continuar como si nada hubiera pasado—. No vas a manipularme para hacerme cumplir un capricho tonto. 

—Román.… Pierdes la cabeza muy fácil y eres tan jodidamente orgulloso —dijo Benjamín con una sonrisa sarcástica—. Me recuerdas a mí cuando era más joven…

—Una mujer no arreglará las cosas.

—No, no lo arreglará, pero la indicada puede volverse un gran apoyo para que tú lo arregles por iniciativa propia. 

—No lo haré… 

—Bien, entonces la empresa será vendida y todo será repartido para organizaciones de beneficencia.

—No me importa —mentía. Odiaba pensar que todo lo que había hecho por tantos años se desmoronaría.

—¿Señor Gibrand? —preguntó la doctora desde la puerta del consultorio—. Ya puede pasar.

Benjamín vio con tristeza a su nieto y le dio un par de palmadas en la mejilla antes de dar media vuelta hacia el consultorio. La enfermera que se ocupaba de cuidarlo tiempo completo había escuchado toda la conversación y no pudo evitar dirigirse hacia Román.

—Señor, disculpe que me meta en lo que no me importa… —inició su gentil regaño— …pero debería de ser más consciente con su pobre abuelo.

—Tienes razón Matilda, no deberías de meterte en lo que no te importa… ¿Por qué no vas con mi abuelo y lo cuidas? Para eso se te paga, ¿recuerdas? —respondió Román entre dientes, conteniendo su molestia.

—Su abuelo está muy enfermo… Hace unos días se le diagnosticó cáncer de pulmón y no piensa tomar ningún tratamiento…

La noticia dejó sorprendido a Román, pues se daba cuenta de lo efímero que era el tiempo que le quedaba a su abuelo y la sensación de poder perder al hombre que quiso como a un padre había causado estragos en él.

—…Cree que su tiempo en este mundo está llegando a su fin y no quiere irse atado a una cama de hospital, quiere vivir la vida que le queda con libertad y quiere ver a su nieto favorito feliz, formando una familia. ¡Deje de comportarse como si ese testamento solo se hubiera hecho para herir su orgullo!

—En vez de regañarme, Matilda, deberías de estar convenciendo a mi abuelo de aceptar el tratamiento… —se quejó y vio la puerta del consultorio con horror. Tenía ganas de entrar abruptamente y hacer entrar en razón a su abuelo. 

—Es la decisión de su abuelo y la debe de respetar… Él tiene derecho a decidir cómo quiere irse de este mundo. Si quiere hacer algo por él… haga lo que le pide y no hable de su enfermedad, eso solo lo deprimirá. 

—Ese viejo necio —dijo Román entre dientes y aunque se sentía destruido, no era capaz de exponer su dolor con lágrimas. Todo sentimiento que llegaba a sufrir se volvía un torbellino de furia. 

Sin decir nada más, Román se alejó de ahí con la cabeza hecha un lío. Su orgullo le impedía acceder a las exigencias de su abuelo, pero su corazón le suplicaba que cediera. Valía la pena complacerlo y ayudar a que su partida fuera como él quería. ¿Deseaba verlo casado y con hijos? Así sería. 

Salió del hospital frustrado y herido, pero con el mismo semblante arrogante que siempre presumía. Podía tener los sentimientos revueltos, pero por fuera se mostraba controlado. Se encargó de llamar a su abogado; estaba dispuesto a cumplirle el capricho a su abuelo, pero sería bajo sus términos. 

—Quiero que se haga un comunicado sutil entre las mujeres que sean cercanas a mi círculo social. Estoy buscando una esposa. Las entrevistarás y me mostrarás a las mejores. No quiero una mujer interesada o en exceso vanidosa, tampoco una mujer que vaya a gastar mi dinero como si fuera agua, no quiero modelos, pues necesito que estén dispuestas a tener un hijo conmigo… Que sea prudente y sepa contener su lengua, mi abuelo no se puede enterar de todo esto.

—Entendido, señor… —dijo el abogado mientras terminaba de apuntar todas sus exigencias en una libreta—. ¿Algo más?

—Que tenga más de treinta años, no quiero estar peleando con una niña —agregó sobándose las sienes, sabiendo que sería un reto encontrar a alguien que cumpliera con todas esas características.

—Me pondré a buscar a alguien de inmediato —dijo el abogado antes de colgar y sintiéndose en aprietos. 

Una de las sirvientas de la casa, la cual había escuchado la llamada, estaba divertida por ver a su amigo tronándose los dedos. Su ansiedad no lo dejaba fallar, pero siempre era divertido verlo sufrir en el proceso. 

—Eso significa que no podré entrar en la lista de candidatas —dijo la chica con una sonrisa insolente.

—Ni se te ocurra hacer esa broma frente al jefe o te correrá de la casa —contestó el abogado sin saber por dónde empezar.

De pronto alguien tocó a la puerta y la sirvienta tuvo que ir a abrir. Se encontró del otro lado a una chica de enormes ojos azules, con una belleza que se ocultaba debajo de cansancio y dolor. Con solo verla daba lástima. 

—¿Sí? ¿En qué te puedo ayudar? —preguntó con curiosidad.

—Hola… Quería saber si había algún trabajo que pudiera hacer en esta casa. Estoy dispuesta a hacer lo que sea. No sé si pueda hablar con tus jefes —dijo Frida tronándose los dedos. Necesitaba conseguir el dinero para Emma.

—Lo siento, pero mi jefe es muy «especial» y no suele contratar gente sin referencias o recomendación…

—Por favor, necesito el dinero, mi hija está muriendo y no tengo tiempo que perder. Lo que sea lo haré… No tengo donde vivir, no tengo nada que vender… 

La sirvienta se quedó impactada por la desesperación de Frida y pudo sentir empatía.

—Ahora que lo dices… Mi jefe está solicitando cierta clase de «trabajadora» —dijo cruzándose de brazos y viendo a Frida de pies a cabeza. Era una mujer encantadora a excepción de su estado depresivo—. Ven, te llevaré con el entrevistador para que te explique mejor. 

La tomó de la mano y pese a que Frida sintió una punzada de desconfianza, no dudó en seguir a la chica dentro de la casa, que era una mansión hermosa y grande. La sirvienta tocó un par de veces en la puerta del estudio donde el abogado seguía dándole vueltas a las órdenes de su jefe.

—Te tengo a tu primera concursante —dijo emocionada y señaló a Frida con emoción.

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