El viento arremolinó las faldas de Ha-na, envolviéndolos en un abrazo invisible, mientras Heinz, sin soltar su mano, la atrajo de nuevo hacia él. Esta vez, el beso fue más lento, más dulce, como si quisieran memorizar cada segundo. Sus lenguas se encontraron en un baile conocido, pero siempre nuevo, explorando, saboreando, prometiéndose cosas que solo el corazón entendía.
Las luces de la ciudad seguían brillando, testigos mudos de su amor, mientras la luna, ahora alta en el cielo, los envolvía en su luz. No había prisa, ni preguntas, ni dudas. Solo ellos, el viento, y la noche que los cobijaba.
Se quedaron allí por largos minutos, abrazados en la inmensidad de la noche, sabiendo que en ese instante no existía nada más. Ni el pasado, ni el miedo, ni las dudas. Solo ellos, y la certeza de que su amor trascendía cualquier obstáculo, cualquier sombra del ayer. Entonces, decidieron terminar su velada romántica en otro lugar más privado.
El ascensor que los llevó a la suite era un espacio í