165. El lavado

Heinz llegó al penthouse con pasos firmes, su rostro como una máscara de piedra. Había pasado horas vigilando la casa de Ha-na, y aunque no había conseguido verla, su mente seguía llena de ella. Su flor coreana. Su posesión más preciada, y sin embargo, la más distante en ese momento.

Entró a su habitación, cerrando la puerta con un leve empujón. Comenzó a desabrocharse la camisa con movimientos calculados, quitándosela y dejándola caer al suelo. Lo mismo hizo con los pantalones, los calcetines y, finalmente, la ropa interior. Se quedó de pie frente al espejo de cuerpo entero, observándose.

Su torso era marcado, cada músculo definido por años de entrenamiento y disciplina. Los pectorales firmes, los hombros anchos y un abdomen que era casi una obra de arte en sí mismo, con líneas profundas que delineaban cada detalle. Sus brazos eran fuertes, las venas visibles como caminos que recorrían su piel clara, revelando la potencia contenida en cada movimiento. Heinz siempre había tenido una a
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