Últimamente, Jimena se había portado muy bien, no solo evitando interferir en la vida de Sofía, sino que incluso se escondía en su cuarto cada vez que ella llegaba a casa. Le bastaba cruzar una mirada con Sofía para encogerse como un ratoncito asustado y escabullirse de vuelta a su habitación.
Al principio, a Sofía le pareció extraño, pero con el tiempo se acostumbró y la situación se volvió más llevadera.
«Parece que Jimena aprendió la lección», pensó. «Quizá no fue tan mala idea dejar que se quedara. Es mejor tener a un enemigo a la vista, donde puedo saber si trama algo, que tenerlo escondido en las sombras».
Estaba satisfecha con su decisión. Fiel a su forma de pensar, no la vigilaba de manera obsesiva, pero se mantenía alerta a cualquier movimiento inusual. Sin embargo, la rutina de ella era monótona: del trabajo a la casa y nada más.
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Cuando salió de su cuarto, recorrió con la vista la sala vacía y se detuvo al ver el desorden en la cocina. Una sombra de desprecio oscureció su