Nora.

Nora apareció un martes a la tarde, sin avisar, como si el tiempo no hubiera aprendido todavía a pedir permiso entre nosotras.

Yo estaba en la cocina, intentando decidir si el arroz ya estaba pasado o si todavía podía salvarlo, cuando escuché la llave girar.

No fue un ruido violento, fue familiar, antiguo. Ese sonido que solo hacen las personas que alguna vez vivieron en tu casa y nunca terminaron de irse del todo.

—¿Elara? —dijo desde el pasillo, como si dudara de mi existencia.

—Estoy aquí —respondí.

No corrí, no me sobresalté. Solo sentí algo aflojarse en el pecho, una tensión que no sabía que estaba sosteniendo.

Nora entró con dos bolsas en los brazos. Una de supermercado, otra de panadería. Traía comida como si eso fuera una excusa válida para irrumpir en la vida de alguien.

Traía ruido: las bolsas, sus pasos, su respiración un poco agitada. Y, con todo eso, traía una calma extraña, una que no dependía de que nada estuviera en orden.

—No sabía si seguías usando sal gruesa o si ah
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