La Calma del Niño.

La tarde estaba teñida de gris, como si el cielo hubiera decidido reflejar el agotamiento que yo llevaba adentro.

Noah estaba en la sala de estar, acurrucado en el sofá con la manta favorita que siempre llevaba al colegio en los días fríos.

Sus ojos se movían inquietos de un punto a otro, registrando cada sonido de la casa, cada sombra que parecía cambiar de forma, cada crujido en la madera del piso.

Era una rutina silenciosa, pero llena de tensión: sus manos apretadas en los bordes de la manta, los labios ligeramente fruncidos, la respiración contenida hasta que una exhalación temblorosa escapaba sin aviso.

Dorian apareció en la entrada sin anunciarse demasiado, pero con la manera de entrar que había aprendido: sin alterar, sin imponerse.

No era un gesto heroico ni dramático. Simplemente estaba allí.

Su mirada se dirigió primero a Noah, y por un segundo sentí que mi hijo lo percibía como un espacio seguro, una presencia neutral que no exigía nada más que su atención.

—Hola, Noah —dij
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