— Helen, ¿cómo te sientes? - se acercó y preguntó queriendo tomar su mano, pero de repente, Helen apartó la suya del agarre del hombre.
— Yo tenía una carta escondida en mi vestido, ¿dónde quedó? Es muy importante para mí— preguntó a George mirándolo con urgencia.
— No te preocupes, el personal médico la encontró en tu ropa cuando te traje y me la dio, aquí la tengo, no la he abierto, aunque afuera lleva mi nombre.
George quiso obviar la punzada de dolor por su rechazo y le pasó el sobre, que también lo intrigaba mucho.
— No me lo des, léelo, por favor, es muy importante y después, necesito saber tu respuesta— ella le pidió con una seriedad extrema.
George, para no llevarle la contraria, se sentó a leer en el sillón al lado de la cama.
A medida que avanzaba la lectura, Helen veía cómo la cara de George iba cambiado a un asombro extremo, que hasta él, que tenía la cara siempre paralizada, sin expresión, no pudo disimular.
Y no era para menos, el mismo Henry Edwards era el que escribía