El dolor no me dejaba luchar, mis piernas se doblaban y las contracciones se volvían cada vez más fuertes. Mientras mi padre me arrastraba sin piedad, yo entraba en labor de parto.
―Podemos vender a ese niño, nunca falta la mujer estéril desesperada por un bebé ―dijo Nadia entre risas.
Sus palabras me hicieron caer en la desesperación, mis gritos desgarraban el aire y las personas a las que había ayudado, no parecían tener el valor de querer enfrentarlos, con excepción de…
―¡Suéltenla! ¡¿Qué les pasa?! ―gritó Samar desesperada―. ¡Monstruos!
Tomó un trozo del pan que había horneado ese día y le pegó en la cabeza a mi pap&aac