La Esclava Árabe del CEO
La Esclava Árabe del CEO
Por: Sathara
Capítulo 1: La chica es mía

LAYLA

—Anda, date prisa que Abbas no te va a estar esperando, niña… —dijo la sirvienta mientras me manipulaba como si fuera una muñeca.

Mientras el resto de la servidumbre se encargaba de adornarme y perfumarme, yo untaba un ungüento para mis manos rasposas. Toda mi vida solo he sabido servir. Cuando mi madre murió, mi padre no tardó en contraer nupcias y desplazarme como su hija, volviéndome una sirvienta más. 

Perdí lo poco que me quedaba cuando mi hermanastra nació y lo único que me mantenía con esperanzas era un día encontrar alguien que me salvara, alguien que tuviera piedad de mí y me sacara de mi casa, alguien que decidiera negociar con mi padre y pidiera mi mano. Ese día había llegado, pero no me sentía muy segura de que fuera como esperaba.

Cuando me di cuenta ya estaba enjoyada y portaba un vestido de seda hermoso que me daba la apariencia de una princesa, junto con ese velo que cubría mis cabellos negros. El único problema es que, quien me esperaba, no era un príncipe. 

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—¡No te arrepentirás! —exclamó mi padre. Lo alcancé a escuchar en cuanto atravesé las puertas de su despacho—. ¡Tan solo mírala!

Abbas, el hombre que lo acompañaba, mi futuro esposo, se enchinaba los bigotes mientras su mirada lujuriosa recorría mi cuerpo, haciéndome sentir desnuda ante él. Era un hombre que por lo menos doblaba mi edad y triplicaba mi peso. 

—Si que es hermosa… —Se acercó lentamente, acechándome, haciendo que mi estómago se retorciera en cuanto levantó sus manos hacia mí. 

—Apenas cumplió veinte años, está en la flor de su juventud —dijo mi padre, susurrándole como si fuera su consciencia—. Además, es virgen. Ningún hombre la ha tocado. 

La lujuria creció dentro de los pantalones de Abbas, quien tomó mi rostro por el mentón. Me sentía como un animal siendo vendido en la feria y mi pecho se llenó de angustia. Sabía que no debía de llorar en ese momento o lo echaría todo a perder, pero en mi mente ponía en una balanza el quedarme en casa o irme con ese desconocido. 

—¿Cuánto quieres? —preguntó Abbas relamiéndose los bigotes como gato hambriento.

—El doble de lo que ofreciste… —contestó mi padre avaricioso.

—¿El doble?

—Lo merece, es virgen, inmaculada. Además, es una buena ama de casa. Desde muy pequeña se educó a ser servicial y dócil, no tendrás problemas con ella. 

—Tendré una casa limpia, pero… ¿qué hay de sus deberes maritales? ¿Cómo sé que no se resistirá? —agregó Abbas mientras acercaba su asquerosa boca a mi mejilla y olfateaba el perfume con el que me habían bañado. Su aliento era desagradable y me revolvía el estómago, podría jurar que tenía un diente podrido. 

—¡Es virgen! ¡Claro que se resistirá!, pero la podrás educar a tu gusto… 

Ambos hombres rieron a carcajadas. No podía comprender cómo es que mi padre hablaba de esa forma, como si fuera un completo desconocido. 

—¡Bien! Te daré el doble… y un bono extra cuando me dé al primer hijo —contestó Abbas con su voz estruendosa y chocó su mano con la de mi padre, festejando el acuerdo. Cuando regresó su atención hacia mí, me tomó por la cintura y me acercó a su voluminoso cuerpo. Me estremecí por el asco y tuve que desviar mi rostro, no podía ver a ese hombre directo a la cara—. Ahora eres mía, Layla, y tendrás que portarte bien. 

Apresó mi rostro con su enorme mano, dirigiéndolo hacia el suyo. Era la primera prueba de fuego y mi primer beso. Un grito quería abrirse paso en mi garganta, pero estaba completamente muda mientras el calor de su aliento chocaba con mis labios. 

Por el rabillo del ojo vi a mi padre acomodando las hojas del contrato matrimonial, todo estaba listo para mi condena, menos mi alma. Cerré los ojos y quise ser fuerte, sabía que no debía de resistirme, pero no pude. Me revolví entre sus brazos y al liberarme, corrí hacia las puertas de la oficina, dispuesta a salir de ahí. 

Escuché las exclamaciones de mi padre, pero no volteé hacia atrás. Sentía que había llegado demasiado lejos y se me acababa la astucia. Sin darme cuenta, choqué con alguien. Un hombre en traje, alto e imponente. Me aferré con ambas manos a la solapa de su saco y levanté mi mirada. Su rostro era frío, su piel pálida y lucía unos ojos oscuros como la obsidiana. Ese extranjero me tomó por los brazos con fuerza, evitando que cayera al chocar con él y mi corazón empezó a palpitar en mi cabeza. 

—Ayúdame… por favor… —supliqué temiendo que no habláramos la misma lengua. 

—¡Layla! ¡Ven acá! —gritó mi padre y de un tirón me alejó de ese hombre en el que deposité toda mi fe—. ¡¿Quieres que te encierre en la caja un par de días para que aprendas?!

La caja era un pequeño cuarto completamente vacío y a oscuras. Ahí se quedó guardada toda mi rebeldía. 

—No, por favor, papá… —supliqué como una niña pequeña, recordando mi infancia, rogando como en aquel entonces.

—Eres una hija malagradecida —intervino mi madrastra que veía todo con soberbia desde ese sillón de terciopelo—. ¡Agradece que tu padre haya encontrado a alguien con quien casarte! ¿Querías ser una solterona el resto de tu vida?

Mis brazos hormigueaban por la fuerza con la que me sostenía mi padre y mis piernas comenzaban a perder su fuerza. 

De pronto ese hombre de belleza sombría se acercó a Abbas y comenzó a hablar. La plática entre ellos parecía complicada. Mientras Abbas perdía la cabeza y manoteaba en el aire, el extranjero mantenía la calma. Su actitud era tan fría que congelaba el aire a su alrededor, oponiéndose al clima cálido de este territorio. 

—¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué pide tu amigo? —preguntó mi padre confundido. Nadie ahí entendía el lenguaje de ese hombre salvo Abbas que, pese a su aspecto desagradable, era un gran hombre de negocios y, por tanto, de mundo. 

—Quiere a Layla… —dijo Abbas divertido—. Preguntó por su precio. 

Mi padre rió a carcajadas con Abbas, aun así, el extranjero parecía ecuánime, tal vez porque no entendía el árabe. 

—¡Jamás entregaría a mi hija a un extranjero! ¡Ni por cien camellos cargados de oro! —agregó mi padre entre carcajadas—. Dile a tu amigo que se vaya de mi casa, que su comportamiento me ofende. 

Por un momento, esa mirada fría se clavó en mí, parecía notar mi impotencia y miseria, pero su gesto era siempre el mismo. Era como una estatua de mármol. 

—Me imagino que duplicar la suma que Abbas ofreció, sería inútil —dijo el hombre con esa voz tan metálica y fría, digna de su apariencia. Hablaba nuestra lengua como si fuera propia. 

—¿Duplicar? —preguntó mi padre sorprendido y su agarre se suavizó. 

—Puedo duplicar, de hecho… puedo triplicar la suma de dinero total que Abbas haya ofrecido por esa mujer. —Sacó una cartera de cheques y comenzó a llenar uno. Mi padre se asomó para verificar que fuera verdad—. Puede ir a cambiar el cheque para corroborar que tiene fondos. No me importa esperar.

—¡Viktor! ¡Si estás aquí, no es para quitarme a mi futura mujer! —gritó Abbas furioso—. ¿No somos amigos?

—Mi padre y tú son amigos, pero entre tú y yo solo hay negocios y este es uno. Quiero a esa chica —contestó ese tal Viktor, demostrando que su corazón era tan frío como su actitud. 

—¡Nadia! —exclamó mi padre y me arrojó ante los pies de mi madrastra—. Cuida a la niña, iré al banco. Si esto es verdad, entonces el extranjero se la puede llevar.

—¿Qué? ¡No! ¡Teníamos un trato, Basim! —exclamó Abbas indignado.

—¿Puedes duplicar la suma de tu amigo? —preguntó mi padre divertido, sintiendo como el cheque se convertía en billetes. Ante el silencio furioso de Abbas, continuó con su camino, directo al banco. 

Mi madrastra me agarró de la muñeca con fuerza, sabiendo que era suficiente para mantenerme quieta. Apenas había pasado media hora cuando recibió la llamada de mi padre, el cheque era genuino y estaba depositando el dinero en su cuenta. Sus risas vigorosas y felices se alcanzaban a escuchar por la bocina. 

—Bien, supongo que no tendrá problema, señor Viktor, en cumplir con las tradiciones de este país… —dijo mi madrastra viendo de pies a cabeza al hombre, fingiendo indiferencia. 

—¿Tradiciones? —preguntó Viktor levantando una ceja.

—Claro, tendrá que cumplir con una boda como Dios manda… 

—¿Quién habló de casarse? —volvió a preguntar Viktor en cuanto se acercó a nosotras. Su mirada me heló la sangre. Tomó la mano de mi madrastra con fuerza, haciendo que me liberara, y después me ayudó a ponerme de pie. Su mano descansaba suavemente alrededor de mi brazo, pero sentía que, por el menor movimiento brusco, me atenazaría con más fuerza de lo que jamás han hecho—. La chica es mía, pero no para ser mi esposa.

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