NO NECESITO A NADIE

Alec

Estoy harto de que mi mujer siga trayéndome enfermeras para aprobar, en realidad, estoy harto de todo esto, desde que perdí mi capacidad para moverme por mí mismo en ese maldito accidente, mi vida no ha vuelto a ser la misma. No entiendo por qué a Jennifer le cuesta tanto entender que lo único que quiero es que sea ella quien me cuide, pero desde que eso pasó, siento que solo quiere deshacerse de mí.

No puedo hacer nada para evitar que abra la puerta y eso me llena de rabia, me siento como un inútil. Pasé de ser el CEO más importante de todo Austin, a ser solo un lisiado que necesita ayuda hasta para ir al baño.

Cuando escucho que la puerta corrediza se abre, giro como puedo en la silla y la veo ahí. Debo admitir que de todas las enfermeras que ha traído mi mujer, esta es la más bella de todas. Me mira atónita, como si hubiese encontrado al mismísimo presidente del país ahí.

—¿Quién es usted? ¡Lárguese!

Podrá ser guapa, pero eso no me interesa, no la quiero aquí. No necesito la ayuda de nadie.

—Soy Madison Jones, y yo seré su enfermera —responde mirándome fijamente.

Tiene agallas, lo reconozco. No me quita los ojos de encima. Frunzo el ceño, analizando mejor a esta mujer. Hay algo distinto en ella, algo que no tenían las demás enfermeras, pero no puedo descifrar de qué se trata. 

—Pierde su tiempo, no la aceptaré.

—Señor Fairchild, deme una oportunidad, si para el final del día sigo sin agradarle, entonces podrá despedirme y no pondré ninguna objeción.

Eso sí que no me lo esperaba. Por lo usual, cuando insisto en que no las quiero, se van sin intentar negociar conmigo, pero esta mujer parece determinada a convencerme de lo contrario.

En ese momento, mi mujer abre la puerta con la cara más colérica que le he visto hacer hasta el día de hoy. Si no la acepto, será capaz de arrojarme al río con todo y silla.

—Alec, la aceptarás o te juro que… —Levanto una mano para interrumpir sus palabras

—Está bien, acepto —contesto.

Mi respuesta es ambivalente, porque estoy diciéndole eso a las dos.

—¿De verdad? —pregunta Jennifer.

Su semblante cambia enseguida, no sé si es decepción o alegría lo que veo en sus ojos.

—Sí —respondo con frialdad.

—¡Oh! Fantástico, entonces señorita Madison, ¿puede empezar de una vez? Tengo una cita en la empresa muy importante.

—¿Qué cita? No me has informado de nada.

—Alec, sí te lo dije, hoy es la reunión con los inversionistas de la empresa de petróleo, quieren evaluar el precio en el mercado.

¡Maldita silla! Esa es una de las reuniones más importantes del año.

—Creo que lo ideal es que yo vaya, cariño.

—¿Cómo vas a ir estando así? No puedes ir con esa bolsa de orina colgando y la cara como un leñador. No. Quédate aquí y recupérate, haz las terapias que te recomendó el médico y entonces podrás volver.

—Ah… —La enfermera se atreve a interrumpir nuestra conversación. Mi esposa la mira, esperando que diga que sí—… creo que sí puedo empezar hoy.

—¡Excelente! Entonces, me iré. Todo lo que tienes que saber está en esos archivos —le dice señalando las carpetas organizadas que dejó el enfermero de la noche.

Mi esposa sale por la puerta corrediza sin siquiera despedirse de mí. Odio que me trate de esta manera, estoy seguro de que solo quiere deshacerse de mí, he dejado de serle funcional y ahora solo represento una carga para ella.

Nos quedamos solos la enfermera y yo. Me mira sin saber qué hacer, creo que esto será muy divertido. Al menos por unas horas la torturaré hasta que decida renunciar.

—Muchas gracias por aceptarme señor Fairchild, le juro que…

Levanto una mano para interrumpir sus parloteos. Ella se queda paralizada a la expectativa de lo que le voy a decir. La miro a los ojos con la expresión más fría que puedo darle y digo:

—No se ilusione señorita, solo acepté para que mi esposa me dejase en paz por unas horas. Para el final del día, usted se irá por esa puerta y no volverá nunca más.

Se queda muda, y eso me satisface. Al fin algo de entretenimiento desde el accidente. Han sido seis meses desesperantes y horribles.

—Si ha aceptado, es porque al menos me dará el beneficio de la duda.

—Si he aceptado, es para que mi mujer no fastidie. Esa reunión es importante y no tengo intenciones de mantenerla distraída todo el tiempo pensando en mí o en lo que estaré haciendo, o cómo puedo estar.

—Muy bien señor Fairchild —contesta con la cabeza gacha—, pero al menos lo cuidaré por unas horas.

—Serán de gratis, porque no pienso pagarte.

La enfermera suspira y creo que tiene intenciones de echarse a llorar. Giro mis ojos y doy la vuelta con la silla de ruedas para salir de ahí. Ahora que Jennifer no está, puedo pasearme por mi casa con total libertad.

Desde el accidente, ella ha estado reticente incluso a que salga del cuarto, dice que arruinaré los pisos de mi propia casa. ¡Ja!

Empujo la silla por la rampa que da a la salida del otro lado de mi habitación. La que instalaron para mí. Todavía me cuesta trabajo creer que estoy en esta situación. Hasta hace poco yo era un hombre vigoroso y activo. No solo soy el CEO más importante de la capital de Texas, también me gustaba la vida al aire libre, los deportes y el campo. No es casualidad que una de mis casas tenga hectáreas y hectáreas de área verde. Pero ahora todo eso lo perdí.

Avanzo por el camino de asfalto hasta el interior de la casa. Ya no tengo ganas de pasear por los jardines, ni de hacer nada en realidad. Es por eso que le he dejado casi todo el control de la empresa a mi esposa, aunque para las cosas importantes, yo sigo tomando las decisiones.

Volteo, solo para comprobar que la enfermera se ha quedado en mi habitación. Esto ha sido mucho más fácil de lo que pensaba, se rendirá mucho antes del final del día.

Entro a la sala de descanso con la intención de encender la televisión. Al menos intentar distraer mi mente con una película o algo. No quiero pensar en lo que me está pasando, no quiero pensar que ni siquiera soy capaz de prepararme un sándwich por mi cuenta.

De pronto la chica se aparece por el mismo lugar por el que entré. Se queda de pie en la puerta, pensando en su próximo movimiento.

—Sirve para algo y al menos prepárame un sándwich —ordeno.

—Disculpe señor, pero esas no son mis funciones —musita.

¿Qué ha dicho? ¿Me ha dicho que no?

A mí nunca nadie me dice que no.

—¿Qué?

—Soy enfermera, no mucama —contesta levantando solo un poco el tono de voz.

—¡Increíble! O sea que eres incapaz de hacer siquiera un sándwich. ¿Sabe qué? Creo que mejor se va del todo ahora mismo, no pienso tolerar su presencia ni un minuto más.

—Pero señor Fairchild… —dice con un tono de súplica. Creo que sus ojos están por desbordar las lágrimas.

—¡Váyase! —grito.

—¿Sabe qué? Me iré. No importa lo mucho que paguen por cuidarlo, no lo vale. Usted es un hombre insoportable. ¡Estar en esa silla no le da derecho a tratar a los demás como basura! Hasta nunca, señor Fairchild —responde con las manos empuñadas y las mejillas completamente rojas.

Da media vuelta y sale de la habitación dando zancadas.

Es la primera vez que alguien se atreve a replicarme de esa manera, y estoy bastante sorprendido al respecto. Ni siquiera tengo palabras para decir qué acaba de pasar.

Esa mujer no es como las otras enfermeras, y de eso ya no tengo ninguna duda.

—No me importa, no necesito a nadie —digo para mí mismo.

Yo trato a los demás como se me dé la gana, ¿y quién es ella para cuestionármelo de todas formas? ¡Ja!

Empujo la silla hasta el área de la cocina. No la escuché cerrar la puerta al salir, pero imagino que ya debe estar muy lejos de aquí. Ahora tendré que explicarle a mi esposa por qué debe comenzar las entrevistas de nuevo. No descansaré hasta que desista de su idea de ponerme a más niñeras como si tuviese cinco años. Acepté al enfermero de la noche solo porque sé que ella no podría ni meter un hilo en una aguja, mucho menos podría dejarla ponerme un catéter en… me estremezco solo de pensarlo.

Ya es suficientemente incómodo con Patrick, el enfermero de la noche, pero al menos él es un experto en el tema.

Cuando llego a la cocina, para mi sorpresa, no hay nadie. Mi mujer debió darles el día a todos. Es algo que suele hacer por las tardes; no sé con qué intenciones; quiero creer que es para que no me molesten, pero en realidad no me ayuda. Solo me complica más las cosas.

Realmente tengo hambre, esperaba que la enfermera me preparase algo, pero tendré que hacerlo yo mismo.

Ruedo hasta el cajón de la despensa. Parece que esta vez cuento con suerte, porque han dejado todo casi a mi alcance. Jalo el pan, y en el refrigerador, el queso y el jamón están a mi altura. ¡Bien! Ahora solo me falta ponerlo a la tostadora.

Desde donde estoy, debería ser fácil alcanzarla, sin embargo, la han dejado demasiado atrás y la silla no me deja llegar hasta ella. Estiro mi brazo todo lo que puedo.

—¡Vamos! Solo un poco más —murmuro con los dientes apretados. El esfuerzo de estirar mi cuerpo me hace sentir un terrible dolor desde las caderas hasta la punta del pie. Grito de agonía y en mi intento por alcanzarlo, me inclino demasiado hacia delante.

La caída es inminente, y no hay nada que pueda hacer para detenerla. La silla sale disparada hacia atrás y yo termino golpeándome la frente contra el suelo.

—¡Aargg! ¡Maldición! —Mi respiración se agita de pronto. Ahora tengo un chichón en la frente y la dignidad por el piso, y no solo en sentido figurado.

—¡Señor Fairchild! ¿Se encuentra bien?

No quiero voltear a verla. Creí que se había ido cuando me insultó. La enfermera se acerca corriendo e intenta ayudar a levantarme, pero yo la empujo con un brazo, entonces levanta la silla y la asegura bien frente a mí.

—¿Qué hace aquí? Creí que se había ido.

—A pesar de que usted me echó de la peor forma, mi sentido del deber no me deja irme así sin más. Además, olvidé mi bolso en la oficina de su esposa. Cuando me iba escuché su grito —explica.

—Esa es mí oficina, no de ella. —Me toma de los hombros a pesar de mi negativa—. Déjelo, usted no podrá levantarme. Es muy delgada y pequeña, y yo un hombre muy grande y pesado.

—Ya no hable por favor.

¿Me ha mandado a callar? Esta mujer no hace más que desafiarme a cada segundo. Suspiro de frustración, sé que no podrá hacerlo.

De pronto, y callando rápidamente mis conjeturas y prejuicios sobre ella, me levanta con bastante facilidad y me hace sentar en la silla de ruedas. Se da la vuelta y me acomoda las piernas con delicadeza sin levantar la vista en ningún momento.

—¿Cómo ha hecho eso? Tiene más fuerza de la que pensé.

—Vengo del campo, cargo becerros todo el tiempo, le aseguro que usted no es tan diferente.

—¿Me estás comparando con un becerro? —pregunto enarcando una ceja.

Ella levanta la vista y sus mejillas vuelven a sonrojarse, sin embargo, esta vez no es por enojo.

—No —responde rápido.

—¿Cuál era tu nombre?

—Madison Jones. —Se queda mirándome a los ojos, está agachada a mi altura, así que puedo detallar cada movimiento y expresión de su rostro.

Madison es en verdad muy guapa. Tiene unos ojos marrones que parecen profundos, como si escondiese más de un secreto detrás de esas frondosas pestañas. De la comisura de su labio se asoma una leve sonrisa.

»¿Se encuentra bien? —pregunta, rompiendo ese momento de tensión entre los dos.

—Sí —digo a secas mirando el piso.

—Le prepararé ese sándwich y después me iré.

—No será necesario.

—¿Ya no quiere el sándwich? —cuestiona poniéndose de pie.

—Eso sí, me refiero a que no será necesario que se vaya.

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