El invierno había llegado a Argemiria con una belleza implacable. Los jardines del palacio, antes exuberantes y coloridos, ahora descansaban bajo un manto de nieve inmaculada que brillaba como diamantes bajo el sol pálido de la mañana. Desde la ventana de sus aposentos reales, Anya contemplaba aquel paisaje transformado mientras sostenía una taza de té caliente entre sus manos.
Seis meses habían transcurrido desde su coronación junto a Elian. Seis meses de aprendizaje, de reformas, de resistencias y de pequeñas victorias. La transición no había sido sencilla —nunca esperó que lo fuera—, pero cada día se sentía menos como una impostora y más como la reina que Argemiria necesitaba.
—¿Admirando tu reino, mi reina? —La voz de Elian, cálida y profunda, la sorprendió por detrás. Sus brazos rodearon su cintura y sus labios rozaron su cuello con delicadeza.
Anya se reclinó contra su pecho, permitiéndose un momento de vulnerabilidad que solo él podía presenciar.
—Nuestro reino —lo corrigió—. A