La noticia de que la luna de los príncipes había completado el vínculo se esparció rápido por el castillo y la manada. Como un susurro que se convierte en rugido, las palabras volaron de boca en boca, de guardia a sirviente, de guerrero a omega. En las cocinas, las cocineras chismorreaban mientras amasaban el pan del desierto, especulando sobre las marcas en los cuellos de los príncipes y su nueva compañera. En los establos, los mozos de cuadra intercambiaban miradas cómplices, imaginando las noches apasionadas que habían sellado el lazo. Incluso los lobos en las afueras de Artheon, patrullando las dunas ardientes, aullaban con una nota de celebración en sus voces, como si el viento mismo llevara la buena nueva.

Lyra, aún envuelta en el resplandor de su unión con Alaric y Draven, sintió el peso de aquellas miradas antes incluso de salir de la suite real. El palacio de Artheon, con sus muros de piedra roja tallada y sus torres que se elevaban como garras hacia el cielo implacable, pare