El amanecer cayó sobre el valle con una claridad dura, casi cruel. El cielo limpio dejaba ver cada pico nevado, cada sombra helada aferrada a los árboles, como si la montaña supiera que esa mañana se decidiría algo definitivo. En la casa principal, las cuatro hijas de la luna aún dormían, agotadas por los entrenamientos intensos de los días anteriores. El aire olía a infusión de pino, miel y tierra fría.
Mientras tanto, en el patio donde los guerreros del norte solían reunirse, Draven y Alaric hablaban con Héctor y Teo. No era una discusión abierta; era más bien un pulso contenido, una tormenta que nadie quería desatar pero que ya se escuchaba temblar bajo la piel de todos.
—No estoy de acuerdo —dijo Héctor finalmente—. Todavía no están listas. Apenas aprendieron lo básico. ¿De verdad piensan sacarlas del valle en dos semanas?
Draven entrelazó las manos detrás de la espalda, su postura rígida pero respetuosa.
—No es un deseo, Héctor. Es una obligación. Debemos regresar al sur. El rey n