Lara se despertó antes que todos, como siempre había hecho desde que Lyra era niña. El valle entero aún dormía; solo los pájaros madrugadores y el viento frío del norte acompañaban su andar mientras cruzaba silenciosa el pasillo principal de la casa. Llevaba una bandeja grande, repleta de tazas humeantes, pan recién horneado, miel silvestre, frutas rojas y el chocolate caliente espeso que Lyra adoraba cuando tenía un día particularmente pesado.
Al abrir la puerta del cuarto, la escena la detuvo: cuatro figuras dormidas, enredadas en mantas y respiraciones suaves. Las cuatro hijas de los dioses, tan jóvenes y al mismo tiempo marcadas por destinos imposibles. Lyra en el centro, Kariane acurrucada a un lado, Selene profundamente dormida con el ceño apenas fruncido, y la pequeña loba blanca hecha un ovillo perfecta de nieve y luz.
Lara sonrió con una ternura inmensa.
—Buenos días, mis niñas —murmuró mientras dejaba la bandeja sobre la mesa.
El aroma del pan dulce y el chocolate caliente l