El alba apenas había comenzado a pintar de azul pálido las montañas cuando Alistair pidió hablar con Héctor en privado. El alfa del valle caminó hacia el salón lateral de reuniones, un espacio menos formal que la sala del consejo, pero suficientemente apartado para una conversación que no quería oídos ajenos. Héctor ya lo esperaba allí, de pie, con los brazos cruzados y la mirada clavada en la ventana que daba al bosque donde su hija había crecido. El silencio era pesado, pero no hostil. Los dos hombres habían compartido demasiadas batallas, demasiados inviernos y demasiadas pérdidas como para temerse entre sí. Sin embargo, esa mañana, ambos sabían que algo profundo y viejo estaba a punto de salir a la luz.
—Cierra la puerta —pidió Alistair mientras se acomodaba frente a la mesa. Héctor obedeció sin interrumpir su silencio.
Alistair respiró hondo, apoyó las manos sobre la mesa de madera y finalmente dijo:
—¿Por qué no me lo dijiste?
La pregunta no necesitaba especificación. El alfa no