Seamus.El humo del cigarro se enreda entre mis dedos mientras observo las fotos esparcidas sobre la mesa. Trina. Dominic. Nadia. Piezas en un tablero que solo yo veo completo. —Prepárense —digo, levantando la mirada hacia mis hombres—. Es cuestión de horas para arrancarle el corazón al Zar —concluyo con burla. Y cuando ese momento llegue… que el infierno tiemble, pensé.Me giré hacia uno de mis hombres de confianza.—Cuando tengan a Trina. Tráiganla viva, aunque la quiero que la aten con gruesas cadenas, porque sí, algo me he dado cuenta de que ella no es tan simple como parece. Si ha enamorado a un hombre como Dominic, es porque está hecha del mismo material que él.Trina.Desde la ventana veo cómo los autos se pierden en la noche, llevándose a Dominic con él. Me quedo en la oscuridad, mientras el viento frío azota mi piel marcada por sus dientes, sus manos, su ira disfrazada de pasión. “Te mandaré con unos hombres a otro lugar, no es bueno que estés aquí”, sus palabras
IzanEl despacho olía a tabaco, a whisky caro, a mentiras baratas y frustración. Estaba sentado, con los codos apoyados sobre el escritorio y el rostro entre las manos. Había perdido la cuenta de cuántas veces había repasado cada decisión. Cada palabra. Cada gesto que pudo haberlo cambiado todo. Me sentía culpable por no haber sido diligente desde el primer momento, por haberme dejado engañar.Las paredes forradas de roble oscuro parecían cerrarse sobre mí cuando la puerta se abrió de golpe. Mi madre.Carolina Armone de Quintero entró como un huracán vestido de seda negra, sus ojos, los mismos que heredé, ardiendo con una furia que solo las leonas conocen. —¡Dime quién carajos se llevó a Trina!La voz de mi madre me atravesó como un cuchillo oxidado. Me puse de pie de inmediato. Carolina Armone no era una mujer que preguntara dos veces. Su sola presencia podía congelar el alma de los más duros. Y esta vez venía desatada. Furiosa. Descompuesta de rabia.—Mamá... yo ya te dije que e
IzanVi la preocupación de mi madre y no pude evitar preocuparme.—Voy a traerla —le prometí a mi madre.Ella levantó la vista. Su mirada ya no temblaba. Era la mirada de una madre dispuesta a matar por su hija.—Más te vale, Izan. Porque si no lo haces... no será Dominic quien desate el infierno. Seré yo. Tienes cuarenta y ocho horas para hacerlo.Fui yo quien tragó saliva esta vez.Porque en ese momento entendí algo más aterrador que la furia de los clanes.Mi madre... era el verdadero demonio de esta historia.Y estábamos todos jodidamente condenados.TrinaEl motor rugía como una bestia contenida bajo el capó del todoterreno. La lluvia golpeaba el parabrisas como uñas desesperadas, y el camino serpenteaba entre árboles helados bajo una noche que estaba demasiado callada. Demasiado perfecta.Los hombres de Dominic estaban tensos. Sus manos, cerca de las armas. Sus ojos, buscando entre sombras.Iba sentada en la parte trasera, la chaqueta ceñida al cuerpo, los dedos rozando la marca
DanteEl whisky no era suficiente. El ardor de la bebida quemaba mi garganta, pero no apagaba la desesperación que me invadía. Me metí en mi habitación después de comer con mi madre y mi tía. Cerré la puerta con fuerza, como si eso pudiera sellar mi mente. Las botellas en la mesa eran mi único consuelo, pero el maldito pensamiento de ella seguía destrozándome.Elizaveta.La botella de Macallan golpeó el suelo con un estruendo sordo. El cristal se hizo añicos, esparciendo el líquido ámbar como sangre sobre las maderas oscuras de mi habitación. Elizaveta. Ese nombre me quemaba las entrañas. Me desplomé en el sillón de cuero, llevándome otra de las botellas a los labios. El alcohol ya no ardía al bajar. Solo entumecía. Como si pudiera ahogar el recuerdo de sus ojos grises, llenos de un miedo que no cuadraba con la hija de Petrov. "¿Me habré equivocado?" La pregunta me taladraba el cráneo. “¿Será inocente?" Un gruñido escapó de mi garganta. La inocencia no existía en nuestro mund
IzanEl salón olía a café recién hecho y tensión. Mi madre y mi tía discutían en voz baja sobre lo ocurrido con Trina cuando el teléfono vibró en mi bolsillo. —¿Ahora qué? —gruñí, con la mandíbula apretada.Pero al ver el número, se me heló la sangre. Era uno de los contactos de confianza en la finca. Una de las mujeres que ayudaban a cuidar a Elizaveta. Atendí de inmediato.—¿Sí?“¡Señor Izan!” La voz de una mujer, desesperada, casi llorando, se escuchó al otro lado de la línea; pronto supe que era la misma con la que dejé atendiendo a Elizaveta. Su tono hizo que el miedo se agitara dentro de mí, mientras rogaba que la chica no hubiese muerto, pero lo que escuché después fue peor.—¿Qué pasó?“¡Se la han llevado!”Me puse de pie tan rápido que la silla cayó al suelo.“¡Ese bastardo de Edoardo! Vino con órdenes del señor Dante y se la llevó, a la fuerza. ¡Está herida! No podía ni caminar bien, por favor, haga algo, señor Izan. ¡Esa pobre niña…!”—¿Qué dijiste?“¡La está maltratand
Elizaveta.El jeep olía a sudor, tabaco y miedo. Mi miedo.El motor rugía como una bestia enjaulada, devorando kilómetros de carretera oscura. La lluvia azotaba el techo de lona, cada gota sonando como un dedo acusador. Traidora. Inútil. Condenada. El auto avanzaba como una jaula de acero sobre ruedas. Edoardo no dejaba de mascullar palabras y maldiciones entre dientes. Me dolía el cuerpo. El brazo. El orgullo.Las lágrimas bajaban sin permiso, como ríos de rabia contenida. La puerta vibraba con los baches, y con cada salto, mi cuerpo golpeaba contra el metal frío.Pensé en Izan, en cómo me había prometido que me protegería. Era mentira. Como todos.—¿Contenta, princesa? —Su sonrisa era un cuchillo oxidado—. Vas a volver a tu dulce hogar —dijo en tono sarcástico.Yo me quedé en silencio, sabía que se estaba burlando, él sabía que yo no tenía hogar y que nada bueno me esperaría con mi familia, no desde que ayudé a los Armone a escapar de sus garras, y la ironía de la vida, es que hab
Verónica FerrerUn par de día antes.Allí estaba tratando de convencer a mi padre que me dejara ir, podría irme sin avisarle, pero regularmente no hacía nada sin consultarle, no era tonta sabía lo que significaba ser hija de Piero Ferrer o mejor dicho Piero Ferrari, aunque no llevara el apellido de su familia biológica no podía negar sus raíces, aunque él nunca lo hacía, se sentía orgulloso de quien era.—¿Por qué quieres ir? —La voz de mi padre sonó baja, pero firme. Una orden disfrazada de pregunta. Sus dedos tamborileaban sobre la mesa de roble con impaciencia contenida.El despacho olía a cuero, a libros viejos y a decisiones irrevocables. Me senté al frente, manteniendo la espalda recta, con el corazón golpeando fuerte contra mi pecho, mientras lo escuchaba en silencio.—No quiero que te arriesgues ni te pongas en peligro —insistió, alzando la vista de los papeles para clavarla en mí—. Tú no tienes idea del tipo de persona que son esos. Los Petrov son traicioneros, no tienen comp
IzanEl Porsche rugía como una bestia herida bajo mis manos. La carretera serpenteaba entre los bosques de Nueva York, la noche cerrada como un puño alrededor del auto. Edoardo no respondía. La quinta llamada. La sexta. La séptima. Nada.—¡Maldito bastardo! —Golpeé el volante con tanta fuerza que el cuero crujió—. Si le hiciste algo, te arranco el corazón con mis propias manos. El rugido del motor llenaba el silencio, y aun así, dentro de mí, todo era un grito constante.Mi madre y mi tía me lo habían exigido. “Ve a la finca. Averigua si ya está de vuelta. Haz algo.” Y aquí estaba. Conduciendo como un maldito poseso por la carretera mojada, con los nudillos blancos sobre el volante y la garganta seca de impotencia.Otro intento de llamada al número de Edoardo, con el mismo resultado.El malnacido no contestaba. El timbre repicaba al otro lado, como una burla.—¡Contesta, hijo de puta! —gruñí, golpeando el volante con el puño cerrado.Mi mandíbula crujía de tanta presión. La ve