Trina Quintero

—¡Dominic! —grité de nuevo, esta vez con autoridad—. Baja el arma. Te lo pido.

Y por un segundo, él dudó. Sus dedos temblaron. Su mirada se clavó en la mía. No en Izan. No en Verónica. En mí.

—Por favor… —susurré.

Fue entonces cuando bajó el arma. No porque temiera. Sino porque yo se lo pedí. Porque sabía que, si disparaba, me perdería para siempre.

Izan soltó el aliento como si hubiera estado conteniendo el alma. Mi tío papá, se apoyó contra la pared. Verónica me miraba como si no entendiera nada. Y Dominic… Dominic se quedó de pie, roto, desarmado.

—Yo no soy de nadie —dije, con las lágrimas resbalándome por las mejillas—. No soy una muñeca que se reparte. No soy un premio. Ni el botín de una guerra. Soy una mujer. Y sí, estoy hecha m****a, lo admito. Pero estoy viva. Y si sigo viva… es por él.

Todos me miraron.

—Dominic me salvó —confesé—. Me alimentó cuando no podía tragar. Me curó cuando nadie se atrevía a tocarme. Me abrazó cuando yo ni siquiera recordaba c