La conversación con Amelia terminó en incertidumbre, como un pozo sin fondo. Ella se marchó con la mirada cargada de tristeza y advertencia, sin bendecir ni condenar a su rey, solo pidiéndole con la voz quebrada que ojalá sobreviviera a lo que se avecinaba. El príncipe Arvorel, antes de partir, se inclinó ante él con una solemnidad fría, y en pocas palabras dejó marcado el destino de ambos: lamentaba que las cosas hubiesen terminado así, pero la próxima vez que se vieran sería en el campo de batalla. Luego se marchó con su séquito, y las puertas de Véldamar se cerraron sobre ellos como si sellaran un juramento de sangre.
Pasaron varios días de expectación y de silencio tenso, hasta que los vigías anunciaron la llegada de un ejército en el horizonte. No eran las banderas de Piedraferoz, sino los estandartes de Tharavos. Un mar de dragones bordados en negro y oro flameaba al viento, avanzando con disciplina férrea. Al frente cabalgaba Reagan Tervannos, aquel a quien Kael siempre había