El día amaneció encapotado, y las campanas de Véldamar repicaron con un sonido apagado, presagio de que algo pesado se cernía sobre el reino. A media mañana, los guardias abrieron las puertas del salón del trono para dar paso a la comitiva imperial. Lord Varcon, embajador de Piedraferoz, caminaba con la altivez de un hombre que creía portar en su sombra el peso de todo un imperio. Su capa, bordada con hilos de plata y oro, arrastraba un murmullo sobre las losas, como si quisiera restregarle a cada noble presente la riqueza de su señor.
Kael permanecía en el trono, pero su rostro se mantenía pétreo, frío. No pronunció palabra, y cuando el embajador terminó su reverencia calculada, fue Lord Gaeron, ya nombrado Canciller, quien dio un paso al frente.
—El emperador de Piedraferoz —entonó Varcon, inflando el pecho— se ha mostrado paciente con vuestro reino. Paciente con vuestras deudas y con vuestro silencio. Pero su paciencia no es infinita. Os recuerdo, rey Kael, que Dravena sigue sien