El regreso a Véldamar fue pesado y silencioso. Kael cabalgó sin pronunciar palabra, con el rostro endurecido y la mirada fija en el horizonte. La ciudad lo recibió con vítores y saludos, ajenos todos a la tormenta que ya se cernía sobre ellos. Nadie sospechaba que con el regreso del rey también llegaba el fin de una era de sumisión.
En la sala del trono lo esperaba el consejo. Hildar Murne, firme como un muro de granito, lo siguió con los ojos con la misma desconfianza con que un lobo mide a otro. Seris Talen, inquieta, tamborileaba los dedos sobre la mesa, incapaz de ocultar su impaciencia. Ilen Ostar murmuraba para sí, con el desaliño habitual de los hombres de campo. Naeryn, inmóvil y silenciosa, parecía una sombra que lo observaba todo. El Padre Ebron, con las manos entrelazadas, dejaba escapar plegarias que se perdían en el aire. Kael no se sentó, permaneció de pie en medio del salón, como si lo que estaba a punto de pronunciar solo pudiera decirse desde la firmeza de sus pies.