Había pasado un mes desde la caída de Kaedric. Los muros de Sarnavel ya no mostraban cicatrices de fuego ni olor a sangre; el comercio había regresado, los talleres abrían sus puertas, y las campanas del puerto sonaban con un ritmo casi normal. Pero bajo aquella aparente calma se extendía una herida silenciosa, aún abierta en los corazones de muchos.
Fue en una mañana gris, con las aguas del Golfo de Karvelia agitadas por un viento frío, cuando los vigías anunciaron la llegada de una flota imponente: veinte naves con los estandartes azules y dorados de Lorimar, la tierra natal de los reyes caídos.
En la proa del buque insignia, erguida con la solemnidad de los viejos tiempos, se encontraba Selvara de Lorimar, madre de Aelyne, de Deryan y del malogrado Kaedric. Su figura, aunque marcada por la edad, conservaba la dignidad de una reina veterana. Sus ojos eran hondos y sabios, cargados de un duelo que no mostraba con lágrimas sino con el temple de hierro que la había hecho temida y respe