El eco de los pasos de Kael resonó en la piedra fría del salón del trono. El estandarte de Tharavos aún ondeaba en el patio como una daga clavada en el corazón de Dravena, y cada latido suyo parecía recordarle que estaba a punto de perderlo todo.
La vio allí, de pie frente al dosel, rodeada por sus guardias vestidos de acero negro. No necesitaba corona para imponer respeto: la mirada de Lyeria era filo y promesa al mismo tiempo.
—Hermano… —su voz no fue altiva ni distante, sino extrañamente cercana, como si esa palabra hubiera dormido años y recién despertara—. Al fin.
Kael no respondió de inmediato. Su garganta ardía con una mezcla de miedo y rabia.
—¿Hermana…? —apenas un murmullo, como si temiera conjurar un espectro.
Ella dio un paso hacia él, y el séquito tharoviano se tensó, pero no alzó lanzas. Era un encuentro de sangre, no de ejércitos.
—Lyeria —susurró Kael, y al pronunciarlo sintió que la sala entera se hundía bajo sus pies.
Ella inclinó apenas el rostro, sin sonrisa.