32. DESAPARICIÓN

MARGARETH

El carruaje atravesó la reja de hierro forjado y se detuvo frente al portón principal de la mansión de mi abuela.

El sonido de las ruedas sobre la grava se desvaneció, y quedó solo el murmullo del viento entre los pinos.

La casa se alzaba majestuosa, como siempre: las paredes cubiertas de enredaderas, las ventanas altas y las cortinas cerradas como si la mansión aún no hubiera despertado.

Sin embargo, había algo extraño.

Algo en el aire... un silencio anormal, de esos que inquietan.

—Deben de estar en el pueblo, excelencia —dijo el cochero, rompiendo la tensión minutos después de llamar a la puerta.

Ni él cree lo que acaba de decir.

Asentí sin decir palabra.

Pero los dos sabemos que es imposible.

Mi abuela solía visitar el pueblo cada tanto, y aunque siempre lleva su carruaje y su escolta, la mansión no queda nunca desprotegida y menos sin sirvientes.

No tenía sentido seguir esperando en la puerta.

El cochero ya había bajado tres veces del carruaje para preguntar si debía
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