Los días en Stormhold transcurrían con la precisión calculada de una máquina de guerra a punto de estallar. Ningún amanecer se desperdiciaba. La ciudad-fortaleza, antaño amenazada por el avance implacable del Rey Lucian, se había convertido ahora en un bastión estratégico donde la resistencia forjaba más que armas: allí se moldeaba la esperanza de todo el Valle del Norte.
El Duque Halwyn Wentworth, incansable en su forma de halcón, surcaba los cielos helados rumbo al Este, posándose con ligereza en lugares previamente mapeados, recolectando porciones de Mirvale con el cuidado de un cirujano. El riesgo era constante, pero Halwyn había aprendido a navegar las sombras con la paciencia de un depredador, regresando siempre antes del atardecer, con las garras llenas de hojas plateadas y flores azul grisáceas.
Esas hierbas sagradas, que una vez se usaron contra ellos, ahora eran procesadas por las manos delicadas y expertas de la Condesa Isolde, quien trituraba cada hoja, mezclándola con otr