El despacho de la administradora del palacio era un espacio austero pero elegante, con muebles de madera oscura y una gran ventana que dejaba entrar la luz del desierto. Mariana se detuvo frente a la puerta, con el sobre blanco entre sus dedos temblorosos. Dentro estaba su carta de renuncia, redactada la noche anterior después de horas de lágrimas silenciosas.
Respiró hondo y llamó a la puerta con suavidad.
—Adelante —respondió la voz serena de Fátima Al-Nazir, la administradora principal del palacio.
Mariana entró con pasos inseguros. La mujer, de unos cincuenta años y mirada penetrante, levantó la vista de los documentos que revisaba.
—Señorita Mariana, ¿en qué puedo ayudarla?
—Buenos días, señora Al-Nazir. Necesito entregarle esto —dijo extendiendo el sobre.
La administradora lo tomó con expresión n