La noche había caído sobre el palacio como un manto de terciopelo negro salpicado de estrellas. Khaled caminaba por los jardines, sus pasos silenciosos sobre el sendero de piedra pulida. El día había sido particularmente agotador: reuniones con ministros, negociaciones con inversores extranjeros y, para colmo, las insinuaciones cada vez más directas de su madre sobre un nuevo matrimonio.
Necesitaba aire. Necesitaba silencio.
Los jardines nocturnos ofrecían un refugio que pocos apreciaban. Durante el día, estos espacios servían como escenario para recepciones y encuentros diplomáticos, pero en la oscuridad, revelaban su verdadera esencia. El aroma intenso del jazmín nocturno impregnaba el aire, mezclándose con las notas más sutiles de las rosas damascenas. La fuente central murmuraba su canción eterna, un contrapunto perfecto al caos que Khaled sentía en su interior.
Se detuvo junto a un antiguo olivo, árbol centenario que había visto pasar generaciones de su fam