Khaled observaba desde la ventana de su despacho cómo Mariana jugaba con Amira y Faisal en los jardines del palacio. Su risa cristalina llegaba hasta él, transportada por la brisa cálida del desierto. Había algo en aquella mujer que desafiaba toda lógica. En apenas unas semanas, había conseguido lo que nadie había logrado en años: devolver la alegría a sus hijos.
Sin embargo, también había traído consigo un caos ordenado que alteraba la estricta rutina del palacio. Los sirvientes la adoraban, pero Khaled notaba cómo algunas de las tradiciones más arraigadas comenzaban a diluirse ante su presencia. No podía permitirlo, por mucho que admirara su espíritu.
Consultó su reloj. Era hora de la lección que había programado. Respiró hondo, preparándose mentalmente. No sería fácil, pero era necesario.
—Alteza —anunció Karim desde la puerta—, la señorita Mariana está aquí como solicitó.
—Hazla pasar.
Mariana entró con ese andar suyo, mezcla de gracia natural y rebeldía contenida. Vestía un conju