La mañana resplandecía sobre los jardines del palacio. El sol de Alzhar, más brillante que el de México, bañaba con su luz dorada las fuentes y los senderos de mármol blanco. Mariana había decidido que era un día perfecto para que los niños jugaran al aire libre. Después de semanas encerrados en las habitaciones del palacio, entre lecciones y actividades controladas, necesitaban correr, reír y sentir la brisa en sus rostros.
—¡Vamos, Fatima! ¡Atrápame si puedes! —gritó Ahmed mientras corría entre los arbustos de jazmín.
Mariana observaba a los pequeños con una sonrisa. Vestía un sencillo conjunto de pantalón y blusa de algodón, lo suficientemente modesto para las costumbres locales, pero cómodo para poder moverse con libertad. Se había recogido el cabello en una coleta alta, y algunas gotas de sudor perlaban su frente bajo el sol de media mañana.
—¡No corran tan rápido cerca de las fuentes! —advirtió, aunque su voz mantenía un tono alegre.
Los niños habían florecido en las últimas sem