El silencio en los aposentos privados de Khaled era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Sentado tras su escritorio de caoba, el jeque contemplaba el horizonte a través de los ventanales que daban al desierto. El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rojizos, pero la belleza del atardecer no lograba calmar la tormenta que se agitaba en su interior.
Había mandado llamar a Rashid. La conversación que estaba por tener debió ocurrir hace mucho tiempo, pero Khaled siempre había preferido mantener la paz por encima de sus propios deseos. Sin embargo, los acontecimientos recientes habían cruzado una línea que ya no podía ignorar.
El suave golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos.
—Adelante —ordenó con voz firme.
Rashid entró con paso seguro, vestido impecablemente con su thobe blanco y el tradicional ghutrah. Su rostro mostraba una expresión neutra, pero Khaled conocía demasiado bien a Rashid como para no detectar el brillo desafiante en sus ojos.
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