¿Llevaste a Cristina a casa cuando se cayó de la bici, o, si vamos al caso, le enseñaste a montar después, porque su padre nunca lo hizo? ¿O le diste tu postre cada día en el colegio, eligiendo Star Crunch en la tienda —aunque te encantaban los Twinkies— solo para que pudiera disfrutar de algo más que el sándwich que le trajiste?
Lo hice, y no solo como niño, sino como hombre. Porque nunca se trató solo de dejar mi chaqueta para abrigarla ni de esperar cuarenta minutos en una fría mañana de Manhattan para comprarle su bagel favorito. Se trata de ella, no de mí. Son cuatro gotas de miel y todo lo demás que aprecio de ella... Todo lo que hago es para protegerla, porque estoy perdidamente enamorado de ella.
Me mordí la lengua para no decir nada de eso. No era el momento, y le debía mucho más que armar ese alboroto delante de todos para juzgarla, pero no pude evitar ponerme a la defensiva.
—¿Cómo podrías conocer realmente a Cristina?—, grité.
¿Cómo podría? ¿Cómo podrías no haberlo hecho y