31. Deseo corrompido

Desde el instante en que vio a Giancarlo por primera vez experimentó sensaciones nunca antes percibidas. Algo en él encendió en su cuerpo lo que no se le tenía permitido: deseo.

Un hombre como él sólo estaba en su imaginación cumpliendo las más oscuras fantasías.

Son fuego y agua. Son viento y marea. Ya no hay reglas que les digan a ambos que lo que hacen está mal. ¿Y por qué habría que estar mal? Él le había preguntado de quién era y ella contestó que suya. Ella le había preguntado de quién era él.

Giancarlo contestó que era suyo.

Lo sigue besando con ansias, con un deseo espectacular que aviva lo que apenas está conociendo con su esposo. La llamarada del deseo, del cuerpo volviéndose incapaz de pensar en algo concreto porque sólo existe la concupiscencia y esa llamada a la tentación, de donde casi nadie. Y tampoco quiere salir.

Hunde sus uñas en el cabello de Giancarlo mientras su esposo baja los besos hacia su cuello acariciando ya la piel de sus nalgas, dándose la satisfacción
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