Mundo ficciónIniciar sesiónPOV Ángela
Intenté aclarar mis pensamientos, pero no se puede pensar con claridad cuando tienes un arma en la cabeza. Debía sacarlo de allí. Pero no por compasión. No por él. Sino porque si lo atrapaban en el centro de salud, eso significaría problemas para mí también. Nadie creería que era ajena a su situación. Nadie me perdonaría haberle brindado ayuda.
Corrí hacia mi casa. No estaba muy lejos, solo tres calles, una subida, dos perros vagabundos y una ventana rota en el segundo piso que nunca arreglé. Busqué entre mis prendas viejas. Necesitaba algo que pudiera usar para hacerlo parecer un civil normal. Unos jeans, una camiseta amplia, una gorra. Un bolso de tela, con algo de agua y analgésicos.
Cuando regresé a la calle, comprendí la terrible realidad: El pueblo estaba rodeado.
Dos camionetas de la policía bloqueaban la única salida pavimentada. La carretera alternativa también tenía patrullas. Y los rumores se propagaban rápidamente. Nadie sabía quién era el criminal. Pero todos estaban en busca de alguien aun hombre herido. Un desconocido. Un fantasma con ojos helados.
Regresé donde él estaba. Se hallaba sentado en la camilla, mordiendo su mandíbula.
—No hay forma de salir en coche. Te están cansando con perros adiestrados.
—¿Y ahora qué?
—Ahora. . . intentaremos lo que nadie se atrevería a hacer.
Ir por mar.
Lo llevé a mi casa. Lo hice entrar por la parte trasera. Le di la ropa. Le proporcioné agua. Me miró con una mirada vacía.
—¿Por qué me ayudas?
—Porque si no lo hago, estaré en problemas y tú me matarías —le respondí.
—Podría hacerlo ahora.
—Inténtalo. Pero no tendrías forma de escapar. Y ya estás perdiendo sangre otra vez.
Él guardó silencio. Entonces comprendí: él tampoco tenía un plan. Solo se dejaba llevar por la rabia. Solo por un impulso.
**
A las tres y media, nos movimos por un callejón que solo los gatos utilizaban. Descendimos por las rocas hasta el viejo puerto, donde todavía reposaba la lancha de don José. Un hombre tan anciano como el mar, con manos ásperas y ojos tristes. Me debía un favor. Un enorme favor. Uno que nunca debió ser cobrado, pero que necesitaba ahora.
—¿Cuánto lo necesitas? —me preguntó con voz ronca, sosteniendo el cigarro entre los labios.
—Mucho.
Miró al hombre que estaba conmigo. Observó la sangre. No hizo preguntas.
—Suban. Métanse en la parte de atrás. Yo los cubro.
—Gracias, don José.
—Solo estoy saldando una deuda, chica.
Nos tumbamos en la parte trasera de la lancha. Un espacio reducido y sucio, que olía a gasolina, pescado en mal estado y desesperación. El plástico negro nos cubrió de inmediato. Pesado. Agobiante. No podíamos movernos. Solo sentirnos.
Su aliento estaba a unos diez centímetros del mío.
El plástico roza mi nariz. El oxígeno era limitado. Cada vez que respiraba, mi pecho chocaba con el suyo. Ninguno de los dos habló. No nos tocamos. Pero estábamos tan cerca que solo era necesario imaginarlo.
Pasaron varios minutos. Luego, más tiempo. Y de pronto, mi mente retrocedió.
**
Viajo cinco años atrás. Han pasado cinco años desde que hui de la ciudad en un contenedor de carne. Estaba sentada entre cajas frías, sintiendo aún la herida pulsar debajo de mis costillas. Temblaba. Tenía fiebre. Mi boca sabía a metal, apenas unas horas después de vender mis órganos. En una mano sostenía el pago: veinte mil euros. Y en la otra, nada, estaba sola.
No tenía abrigo. No tenía identidad. No tenía patria. Solo esa cicatriz ardiente, ese fuego en el estómago que no era hambre, sino ira. Nadie me rescató. Me salvé yo misma.
Permanecí allí catorce horas. Pensando que, si moría, me arrojarían como basura al primer río que encontraran. Que nadie lloraría por mí. Que nadie me buscaría. Y, sin embargo, seguí viva.
Porque no llegué al mundo para ser una víctima. Vine a luchar. Aunque fuera con los dientes rotos.
Una ola nos golpeó. El motor rugía en la parte superior. Don José gritaba algo en su dialecto a lo lejos. Sentí su cuerpo tensarse junto al mío. Su hombro presionó mi cuello. Mi corazón latía más rápido. Pero no por miedo.
Era otra sensación.
Era ira. Era vértigo. Era. . . un sentimiento familiar.
Él también llevaba cicatrices. Lo intuía. Aunque no pudiera verlas. Después de una hora, la lancha se detuvo. Oímos voces. Pasos. Cadenas. El plástico se levantó.
El aire me quemó los pulmones. Parpadeé, y el cielo seguía oscuro. Don José nos hizo un gesto.
—Sigan recto hasta el gran muelle. Allí hay un barco de carga que parte en media hora. Nadie hace preguntas. Suban y mantengan silencio. Yo ya pagué.
Quise abrazarlo. Pero solo asentí.
Desembarcamos. Caminamos rápidamente. Nadie nos detuvo.
El barco era antiguo, con óxido, y una tripulación que apenas hablaba. Fingimos ser una pareja que había sido robada en su luna de miel. Nos dieron una pequeña litera al fondo.
Cuando cerraron la puerta, me miró.
—Gracias —dijo sinceramente por primera vez.
—Aún no me has pagado.
—Lo haré. Cuando salgamos de Italia.
—¿Y si no lo hacemos, me matarás?
Sonreí. Era la primera vez que lo hacía desde el inicio de esta pesadilla.
—Tendrás suerte si no te mato antes.
Nos miramos. No había amor. No había ternura. Solo había una lucha en silencio entre dos sobrevivientes.
Y el barco partió.







