El bosque era vasto, un mar de árboles que se extendía más allá de lo que la vista alcanzaba. Tras el salto en paracaídas, el grupo había logrado reagruparse, aunque agotados, heridos y desorientados. El avión caído ya no era visible, y el eco de los motores se había desvanecido, dejando únicamente el crujir de las ramas y el canto de aves lejanas.
 Isadora, con las manos aún entumecidas por la caída, respiraba con calma.
 —No nos persiguen —dijo al fin—. Eso nos da tiempo, pero también significa que estamos solos contra todo lo que haya aquí.
 Gabriel la observó, con un tono entre protector y calculador.
 —Entonces sobreviviremos. Este bosque será nuestro campo de entrenamiento.
 La primera noche, mientras encendían una fogata improvisada, un aullido estremeció la oscuridad. Nala tensó la mandíbula.
 —No estamos solos.
 De entre los arbustos, un grupo de lobos surgió, con los ojos brillando bajo la luz de la luna. Eran cinco, enormes, con el pelaje erizado. Rodearon el campamento, gr