El amanecer en Bruselas fue distinto. No solo los medios hablaban de Isadora, también lo hacían los círculos diplomáticos. Esa mañana, Gabriel recibió varias llamadas privadas confirmando lo que ya habían anticipado: la declaración de Isadora había obligado a las potencias europeas a mover sus fichas.
El reconocimiento oficial del gobierno de Liria del Norte había abierto una puerta inesperada. El linaje de los Condes era más que simbólico; implicaba títulos de propiedad, fondos congelados en bancos internacionales y derechos de participación en consejos de inversión que llevaban años sin un heredero legítimo.
La invitación llegó con discreción, escrita en un sobre de papel grueso, con el sello en cera roja del Consejo diplomático europeo. El mensaje era claro: «Se solicita la presencia de Isadora de Liria en la residencia oficial de Luxemburgo para dialogar sobre los alcances de su legítima herencia».
Isadora sostuvo la carta con manos firmes.
—Es la primera vez que mi nombre tie