El aire dentro de la habitación se había vuelto pesado, como si las paredes hubieran absorbido el silencio y ahora lo estuvieran devolviendo lentamente. Gabriel permanecía de pie junto a la ventana, con las manos metidas en los bolsillos, observando las luces lejanas de la ciudad que se encendían una a una. Isadora, sentada en el sofá, no apartaba la vista de la carpeta que tenía sobre las rodillas: documentos, fotos y recortes impresos que, juntos, formaban una historia que conocía demasiado bien… la suya.
El ruido del reloj de pared era el único que se atrevía a romper la calma.
—Siguen buscándote —dijo Gabriel sin girarse—. Hoy movieron contactos en dos provincias, tratando de localizar algún registro tuyo. Ni siquiera imaginan que estás a metros de ellos.
Isadora sonrió, apenas, un gesto tan leve que cualquiera lo habría confundido con un suspiro.
—Eso es lo que más les duele —respondió—. Creen que el poder es encontrarte… pero el verdadero poder es saber que pueden tocart