La lluvia había cesado en la ciudad, pero el aire aún conservaba el olor metálico de las tormentas recientes. En un rincón oscuro de un bar exclusivo, Damián Echeverri y Amara Leclerc esperaban a un hombre que jamás se presentaba sin una razón de peso. Era uno de sus contactos más antiguos, un enlace con los rincones más podridos de la prisión donde Isadora había pasado sus últimos días como «condenada».
El hombre llegó sin hacer ruido, con un impermeable empapado y un portafolio bajo el brazo. Se sentó frente a ellos sin saludar, y tras pedir un whisky doble, habló:
—No deberían volver a mencionarla en público. No es seguro —dijo con voz grave.
Damián entrecerró los ojos.
—No estamos aquí para escuchar advertencias. Queremos confirmaciones. Tú estuviste ahí… tú viste lo que pasó.
El hombre bebió un sorbo, dejando que el silencio le diera más peso a sus palabras.
—Yo vi lo que quisiste que viera. Vi humo, vi fuego… y vi a las internas decir que todo estaba terminado. Pero los cu