El aire dentro del salón privado era espeso, cargado con el aroma de whisky caro y el leve humo de un cigarro que se consumía lentamente en un cenicero de cristal. Damián Echeverri estaba sentado en un sillón de cuero oscuro, con las piernas abiertas y los codos apoyados en las rodillas, como si estuviera cargando un peso que no se veía, pero que le doblaba la espalda. Frente a él, Amara Leclerc, impecable como siempre, con un vestido rojo que resaltaba su piel blanca, movía el pie con impaciencia mientras llenaba su copa.
—No me mires así, Damián —dijo ella con voz seca—. No soy yo la que se pasea por la ciudad como si viera fantasmas.
Damián alzó la vista, y sus ojos oscuros tenían un brillo contenido.
—No es un fantasma. Es ella. —Pronunció esas dos palabras con una mezcla de incredulidad y temor.
Amara soltó una risa breve, forzada, como quien se aferra a la burla para no mostrar que siente lo mismo.
—Muerta o viva, ¿qué importa? Hicimos lo que debíamos. Lo que era necesario.